
Rayuela
DIGO VIVIR ·
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DIGO VIVIR ·
Bajo los avances esplendorosos de la modernidad, permanecen como un río subterráneo ciertas costumbres que se resisten a desaparecerDías atrás, paseando por un barrio de mi ciudad, descubrí una rayuela dibujada sobre un anchurón de la acera. Trazada con tiza, de contornos irregulares, ... como perfilada por la mano insegura de una niña, esta imagen me trajo a la memoria escenas de un tiempo ido. Mientras los niños jugábamos interminables partidos de fútbol en calles de tierra o en solares polvorientos con mínimas condiciones para el deporte, las niñas, más modosas, jugaban a la rayuela, a la comba, al corro o a los cromos.
Tenía casi olvidada esta palabra y, obviamente, el juego al que se refería, igual que otras muchas que desfilan lentamente y en silencio hacia el arcón de la memoria, listas para reaparecer en cualquier momento como un chispazo momentáneo que ilumina mundos pretéritos. Y me ha alegrado comprobar que aún hay niñas que con un trozo de tiza, o de yeso desprendido de una pared, dibujan sobre el suelo un sencillo tablero para jugar saltando a la pata coja sobre unos cuadrados numerados, recuperando o inventando de nuevo el viejo rito de la relación humana, la conversación o la discrepancia –si la hay– resuelta con juicio y sin violencia.
Y es que, bajo los avances esplendorosos de la modernidad, permanecen como un río subterráneo ciertas costumbres, ritos antiguos que se resisten a desaparecer porque conectan con el pasado, con las raíces, con el gozo de la relación con los iguales en edad, con lo que han hecho los padres y abuelos, de manera que se produce esa continuidad anímica que da consistencia a nuestra vida y nos dice que no somos individuos sueltos en el devenir de la existencia, sino seres enganchados a la cadena de la sangre y los genes que se repiten, a la realidad de sentimientos compartidos, de errores sociales, que también se repiten, de aciertos y descubrimientos que nos mejoran la vida... No estamos solos, como dice la canción, aunque a veces no sepamos lo que queremos.
Y me imagino a varias niñas de ese barrio por el que paseo en compañía de buenos y antiguos amigos, jugando una, esperando respetuosamente su turno las demás, y todas prófugas de los comecocos de la televisión, las 'influencers', los móviles y los videojuegos, esa manera de alienación con que la modernidad perturba y embrutece a las criaturas, llevándolas a la soledad obsesiva de las pantallas, criaturas que carecen de defensas para desprenderse del ojo vigilante y deslumbrador de televisiones y móviles; criaturas, en fin, a las que se intenta apartar del viejo y gratificante rito del juego, de bajarse la merienda a la acera o al parque para seguir hablando con los amigos y descubriendo, una vez más, el mundo...
Recuerdo asimismo esta palabra en un delicioso poema que reproduce mi memoria un tanto esquiva, en el que el autor añora la niñez huida: «Pasan los niños / camino de la escuela / con un aire que tiene / algo de circunspecto, / y siento ganas / de traicionar mi aspecto / correcto / y proponerles jugar a la rayuela».
Olvidados los juegos de infancia, la palabra 'rayuela', en lo que a mí respecta, se encarnó años más tarde en la aparición de un libro con igual título, del escritor Julio Cortázar. Una novela singular que podía leerse a saltos, con una estructura revolucionaria, libro que llevábamos, bien visible, en la mano –a veces sustituido por 'El final de la utopía' o 'Eros y civilización', de Marcuse– en el bar de Letras de la calle Santo Cristo, para 'ligar' con las estudiantes de Derecho, Ciencias y Filosofía, facultades que se hallaban en el mismo recinto universitario. Eran tiempos en que los libros eran un salvoconducto para acceder al alma de los otros y como evasión de un tiempo plagado de prohibiciones y censuras.
Hoy los libros no 'molan', a pesar del gozo emotivo y la elevación intelectual que produce su lectura. Han sido sustituidos por los 'smartphones', que ocupan nuestra atención, nuestro mimo y nuestro cuidado, de manera que su pérdida o su silencio –igual que hay apagones de luz, también los hay de conexión a las redes digitales–, nos sumen en el extravío, la impotencia y quizá la desesperación, porque parte de nuestra vida la hemos depositado en el mágico rectángulo de sus pantallas.
Desconozco si esta rayuela infantil dibujada en el suelo es la muestra única y extraña de un juego que va camino de su desaparición o si se trata de una costumbre aún vigente entre las niñas de hoy. Yo desearía que se siguiera jugando a la rayuela, lo que significaría que hay chiquillas que continúan correteando alegres por calles y plazas, que se han liberado por unos momentos del encierro al que los modos de vida modernos y sus peligros las han condenado.
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