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Este es mi último artículo... del año. Medio país está con fiebre y el otro medio enfebrecido. Yo tampoco me salvo. La temperatura de mi ... cuerpo es tan estable como la palabra de un tirano. A tal punto llega en ocasiones mi extraña fiebre que, según me ha explicado mi médico, podría llegar a confundir a un ángel con un demonio, con las letales consecuencias que eso puede tener. El médico me ha diagnosticado gripe R, que al parecer solo existe en mi despacho. Es un virus doméstico, que cursa con un incremento notable de la realidad que te entra por la mente hasta decir basta. Ya se sabe, el exceso de realidad produce jaquecas que Freud recomendaba depositar en el infierno de lo inconsciente o en el cielo de la sublimación.
No obstante, a pesar de mi lamentable estado febril, no puedo dejar de cumplir con mi compromiso con LA VERDAD. Si me refiero aquí a la temperatura termométrica de mi cuerpo, no lo hago para disculparme por la falta de unidad o de sentido evidente del artículo que va saliendo; en realidad lo hago para dármelas un poco y mostrar al paciente lector toda mi valentía en defensa de las tradiciones a las que uno se adhiere o se inventa. Una de mis tradiciones intocables, por más que mi cabeza febril se resista, es la de echar cuentas del año en el último artículo. Pues bien, me vuelven a salir las cuentas. No sé cómo lo hago, pero siempre me salen.
Yo creo que el truco está en tener una determinada comprensión del tiempo. De hecho, creo que la moral de una persona, y su existencia toda, están determinadas por su comprensión del tiempo. Yo el tiempo lo comprendo como oro que se escurre entre los dedos. En este sentido, contaré una anécdota de Picasso que me encanta por su genial sencillez. Una mañana, temprano, fue a visitarle un amigo también artista a su residencia, en le château de Vauvenargues. Salieron a pasear por su inmenso jardín y Picasso inspiró de un modo que llamó la atención de su acompañante, quien le preguntó si todo iba bien. A lo cual, respondió el pintor: «Es un día más. Es un día ganado».
Con esta frase se nace, no se hace. Quiero decir, que es una disposición natural del ánimo. No se puede aprender. La han repetido mil veces ciertos filósofos. Te la pueden enseñar en los libros, con todo el aparato teórico que quieras, pero si no la llevas en las entrañas del alma, es decir, si no rige en el tuétano de tu inteligencia natural, no podrás aplicarla en tu vida. Como dice Fernando Bellver, siempre con su estilo de chascarrillo entre evidente y profundo, «La felicidad o la tienes de fábrica, o no la tienes».
Esta forma de comprender el tiempo no tiene nada que ver con el optimismo o con la ingenua benevolencia del santurrón. Todo lo contrario. Es el fruto de una intuición de la finitud, de un saberte muerto desde siempre que anima tu vida con la felicidad del náufrago asido al último leño, a la luz de cada mañana.
Así que este año, como todos los años, me salen las cuentas, como me salen cada día que le gano al destino. Creo que sólo he sabido una cosa en mi vida que verdaderamente vale la pena, pero la he sabido a fuego. Supe desde que era niño que la vida es muy breve y que debía emplearla en proteger y cultivar mi vocación, sin permitir que las maravillas de la vida (el amor, los hijos, la familia) terminaran por convertirse en trampas que me desviaran de mi camino. Vivo en un asedio feliz, mío. No tengo tiempo para los rencores de los demás. Esto es muy sencillo. Lo más difícil es no tener tiempo para el amor de los demás. Esto es más complejo. Pero es esencial, porque el amor, a menudo, encubre un rito sacrificial en el que se te exige que tú seas la víctima propiciatoria. Pero yo prefiero la soledad a ganarme una felicidad que no es mía.
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