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Yo he estado siendo joven durante décadas. Me pasaba mucho. Sobre todo me pasaba en las presentaciones de libros. Es cierto, y lo he dicho ... ya en esta columna, según creo, que he escrito demasiado, he escrito por los codos, y eso se paga. Se paga en primer lugar con lesiones de espalda y en segundo lugar con numerosas páginas que mejor servirían para alimentar chimeneas. Recuerdo cuando publiqué 'Un largo día. Globalización y crisis política'. (Éste, junto con 'Ser perseguido', es lo único aceptable de cuanto he publicado). Pues bien, recuerdo, digo, que cuando publiqué 'Un largo día', un colega de la universidad, elevado a consejero no solicitado, me dijo: «Rafa, publicar ese tipo de libros no te va a servir para nada, porque no computan como méritos en la Aneca». Me impactó mucho, porque yo creía (y creo) que ése era un buen libro, mucho mejor que la mierda de tesis que acababa de publicar un poco antes y que, según mi consejero, eso sí que me iba a servir. De modo que hacer carrera implicaba pensar y escribir en función de lo que dictamina el BOE y en cumplimiento de los mandamientos de la Aneca. Así pasa, que luego los colegas consejeros no solicitados te llegan a catedráticos, y bien merecido lo tienen, y yo que me alegro.
Y me voy centrando ahora, voy a lo que iba. Decía que yo estuve siendo joven un porrón de años, más de dos décadas. Me ocurría sobre todo en dos circunstancias. En las presentaciones de libros, los amigos que me acompañaban solían señalar mi juventud como mérito en relación con la calidad de la cosa presentada. Al principio me hacía ilusión. Sin embargo, pronto me di cuenta de que el elogio era usado por otros no tan amigos del gremio para sabotear tu carrera. En el fondo, mantenerte en el estatus de joven promesa era el modo de retenerte, de paralizar, de hacerte esperar, de controlarte para que otros decidieran cuándo y cómo se cumplía la promesa. Así, comprendí que cuando el poder identifica a alguien como joven y promisorio no hace sino contenerlo bajo su égida. Fue entonces cuando decidí dejar de ser joven, aunque me costó años, no fue nada fácil. Y me convertí en 'resistente'.
Como sabe el desocupado lector que frecuenta este rincón del 'hombre perdido', no es de uno de quien uno habla, sino de uno que pasaba por ahí, por la vida, y le pasan cosas que a veces son síntomas de época. A ver si me explico, que hoy ando un poco reumático de ideas. Estaba yo el otro día tan ricamente tomándome una caña, que fueron más, con Emilio Gañán, un colega pintor de la Universidad de Salamanca. Estuvimos hablando de cosas muy profundas porque no teníamos más remedio, pero en cuanto nos poníamos melodramáticos, un camarero muy cañí colombiano se nos acercaba, nos interrumpía con su gracejo medellinense y nos salvaba de las simas 'cervezo-intelectuales' en las que nos metíamos. La cosa es que Emilio me decía que estaba muy bien que en el mundo artístico la Administración y tal apoyara a los artistas emergentes. Él mismo había sido emergente, igual que yo joven escritor. Pero resulta que cuando te quieres dar cuenta, dejas de ser emergente y te convierten en sumergido. Antiguamente al emergente se le llamaba joven promesa. Hoy se lleva más eso de subirlos, para que tomen aire al emerger, para después dejarlos caer, allá se ahoguen esos viejos. Así que Emilio concluyó que también estaría muy bien que se apoyara a los 'resistentes', categoría en la que entraban aquellos que una vez fueron promesas y lograron por empeño y talento no decaer en la sumergencia sistémica del artista exemergente. Así que brindamos con dos IPAs, bien tiradas y servidas por el de Medellín, quien, por cierto, nos preguntó si sabíamos de algún restaurante de nivel en el que le pudiéramos recomendar para progresar en su trabajo. El pobre pensó que, dado el perfil artístico intelectual de Emilio y el que suscribe, tendríamos alguna influencia en las altas esferas restauradoras. Sin embargo, sólo éramos un par de resistentes, como él.
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