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Soy cliente del Manolo Bakes de Princesa desde hace años. Un cliente intermitente. Quiero decir, de esos que van con regularidad, no diariamente, pero sí ... todos los meses varias veces.
Este Manolo es diferente a otros. No se parece al de la plaza de Santo Domingo, de Murcia, por ejemplo. El de Princesa es un local-pasillo. Uno entra y, como es tan estrechito, se sitúa en la fila de pedidos sin darse cuenta. Mientras esperas tu turno para pedir, vas calculando el lugar posible para ubicarte, si es que te vas a sentar.
Pues así andaba yo el otro día y agárrese el lector, que ahora comienza una de esas crónicas de enjundia costumbrista que, de cuando en cuando, me gusta describir en esta columna de 'El hombre perdido'. Relato la historia desde sus precedentes:
Feliz caminaba yo desde Moncloa con destino a mi Manolillo. Me adentraba sin saberlo entonces en aventura riesgosa en grado sumo. Desprevenido, feliz en mi ignorancia del destino inmediato, me dirigía la Moira hacia una lid dialéctica en la que jamás filósofo alguno se habrá visto nunca antes que yo. La puerta del local-pasillo es automática y traviesa. Es decir, uno puede estar en su umbral y ser barrido por el automatismo al cerrarse y quedar excluido del paraíso manolense. Yo, aquella mañana, estaba destinado a entrar. Así que crucé el umbral cristalino y automático y, asumiendo las leyes manólidas de servicio, me puse a la cola. Oteé el horizonte para ver si había sitio. Me hice mis cálculos y concluí que, cuando yo pidiera, todavía quedaría algún lugar para mí. Así que, hete aquí, que al llegar mi turno, hice mi pedido y se desató el entuerto. Yo aún no lo sabía, pero me acababa de topar con... el 'barista filósofo'.
Pedí mi desayuno, el cual consistía en tostada de pan de trigo (llamado también pan normal) y medio café americano. No me gusta el americano lleno hasta el final. Es aguachirri. A mí me encanta el café. Por eso nunca le falto al respeto añadiéndole azúcar o leche. Mi café preferido es el expreso italiano. Pero para desayunar me gusta un café largo sin llegar al aguachirri. Cuando me trajeron el desayuno, me sirvieron un café americano, lleno hasta arriba. Le indiqué al barista (que ya entra en escena) que había pedido medio café americano. El camarero, no obstante, me dijo que así también valía. Repuse que no, que a mí no me valía, que, como siempre, quería medio café americano. Y de repente, el camarero, devino filósofo aguachilero. Me advirtió de que estaba completamente equivocado. Que eso que yo llamaba medio café americano se llamaba en realidad expreso largo. Intenté rebatirle y decirle que, en todo caso, siempre pedía medio americano y siempre me habían entendido. No sólo allí, en medio mundo, pues normalmente todo el mundo comprende que la mitad de algo es ese algo menos su mitad. Da igual. En el fondo, el filósofo barista no quería hacer de nuevo el café y se resistía absurdamente, intentando mostrar: 1. Que un americano valía como medio americano, pues con beberte la mitad, se arregla. 2. La cantidad exacta de medio americano es un expreso largo, tal y como establecen las leyes del barismo que acababa de inventarse mi filósofo aguachilero. Todo esto, además, me lo decía con palabras como 'beibi', con lo cual, mi espíritu amante del pop anglosajón se enturbiaba entre frases reguetoneras repletas de 'amol-tu-sabes-que-ere-la-unica'. Como vi que era filósofo duro, cedí del siguiente modo ante mi terco Ockham: «¿¡Es que vamos a entrar en argumentos conceptuales!? De acuerdo: Ponme, por favor, un expreso largo». Y así lo hizo. Me puso medio café americano, que era exactamente lo que le había pedido. Antes de irme, me fui hacia él y pactamos una entente conceptual. Le advertí que le dedicaría un artículo. El filósofo barista, que llevaba unas gafas redondas muy bonitas, de aire vanguardista, me dijo: «Ah pues yo quiero leerlo». Bueno, pues aquí lo tienes, 'beibi' o 'mi amol' ya depende.
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