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Están cayendo bombas alrededor y no solo no nos damos por enterados sino que colaboramos alegremente a que esta situación se implante y se cronifique. ... Una operación a gran escala dirigida por los prebostes de la economía global, a quienes desconocemos porque se ocultan en corporaciones transnacionales situadas fuera del país, aunque consumimos sus productos, al tiempo que despreciamos los nuestros. Entre nosotros tienen a sueldo monaguillos cuyos nombres también desconocemos, salvo los que aparecen en los carteles de la política, que es el último escalón del poder económico. Estas corporaciones están cambiando modos de vida que se revelaron útiles a través de los años para el bienestar y el progreso. En su lugar están instalando nuevos paradigmas colectivos regidos por el escamoteo y el vituperio de lo social y sustentados en una cultura de atroz individualismo, en la que predomina la cultura del aislamiento, la desaparición de las relaciones interpersonales y su reemplazo por máquinas que intentan, pero no pueden, sustituirlas.
Quieren imponer el teletrabajo, aun en los casos en los que no solo no es necesario para la economía y los negocios sino contraproducente. Nos quieren convencer de que convirtamos el hogar en oficina de trabajo, con lo que nos aíslan también de la familia, que vive en el mismo lugar. Quieren ahorrarse el alquiler de oficinas, el mobiliario, la luz y la limpieza y que los paguemos nosotros trabajando en el propio cuarto de estar. El señuelo es que podemos elegir horario de trabajo a conveniencia, pero no dicen que así no hay descanso posible ni manera de relacionarse con los semejantes, pues trabajar sin horario fijo es estar siempre trabajando. Quieren que no hablemos con los compañeros ni que nos afiliemos a un sindicato (serían graciosos los sindicatos telemáticos), algo que consiguen encerrándonos en casa con las absorbentes maquinetas del móvil y el ordenador.
Están obsesionados con que se elimine el contacto humano entre profesores y alumnos, y el de los propios profesores y alumnos entre sí. Se comprende la educación telemática durante la pandemia, que ha obligado a comportamientos de emergencia, pero es algo que debería desaparecer cuando acabe esta situación. Psicólogos e investigadores de la conducta han alertado sobre las fatales consecuencias de encerrar a niños y jóvenes en sus hogares con la sola ventana al exterior de una pantalla, y sobre el hecho de educar individuos acríticos, aislados de sus compañeros de estudios y del entorno físico. Una situación que admitimos sin dudar, a sabiendas de que los 'chicos del garaje' de Silicon Valley, tan admirados, tan listos, tan naturales, tan jóvenes –visten deportivas, sudaderas y camisetas con eslóganes sorprendentes–, llevan a sus hijos a escuelas con maestros de carne y hueso y pizarras para escribir con tiza, que mancha las manos pero no ensucia el cerebro; escuelas con debates cara a cara, con cuadernos para escribir usando los dedos y la imaginación, escuelas, en fin, que forman ciudadanos críticos y pensantes y no autómatas enganchados a unas teclas convertidas en prolongación natural del corazón y el cerebro..
Nos imponen las series televisivas con la creación de magníficas producciones artísticas, mientras dejan al cine de pantalla grande deslizarse hacia el abismo de la desaparición. El horroroso goteo del cierre de salas de proyección lo confirma. Quieren que nos aislemos en casa y que no hablemos con los vecinos de butaca o los amigos con los que acudimos a ellas. Nos quieren muermos, alelados, hedonistas, alienados, en una apuesta del poder financiero por el onanismo artístico y el aislamiento emocional. Desean que vivamos como tontos felices en 'la república independiente de mi casa' como reza un conocido eslogan comercial. En la calle somos libres y casi ilocalizables. En casa nos tienen totalmente controlados.
Después del dinero de plástico han inventado las criptomonedas para hacerse inmensamente ricos con la especulación, para alejarse de la gente de la calle, esa gente a la que desprecian pero que les sirve para consumir sus productos, para morir en las guerras que ellos promueven, para que trabajen como esclavos en labores cada vez más precarias, menos valoradas, más inseguras.
Mirar el mundo a través de pantallas conlleva el peligro de olvidar la realidad. Sumergidos en los colorines, el movimiento constante, las noticias al segundo, perseguimos, además, la utopía engañosa de conseguir la celebridad difundiendo por las redes nuestra firma, nuestra cara, la foto de lo que comemos, las monerías increíbles de nuestro perro o la imponente librería que tenemos detrás cuando nos hacemos un selfi. Acciones que producen la falsa impresión de que somos alguien, cuando en realidad formamos parte ínfima de una riada de miles de millones de memes, mensajes, palabras e imágenes, lo que significa que, a nuestro pesar, seguimos militando en las filas del más absoluto anonimato.
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