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Cada nuevo año asocia anhelos recurrentes, en un catálogo de buenas intenciones demoradas y pospuestas para mejor ocasión. Una tentativa renovada que marca el despegue definitivo o tiende a desvanecerse con los días, tras reiterados incumplimientos y aplazamientos, siempre justificados, eso sí, apelando a servidumbres ... de la realidad cotidiana. Pero por acometer la empresa que no quede. Como descargo, habrá valido la pena al menos intentarlo. En un inventario repetido en sus objetivos, redundantes, desde aprendizaje de idiomas, ahora sí, hasta ejercicio físico o cambios en la dieta. Sin descuidar el cultivo del intelecto, con audiciones musicales –de preferencia clásica–, charlas, conferencias, museos o viajes, esparcimientos culturales varios y, en particular, lecturas.
Es corriente, en tertulias cuando se especula sobre libros exigentes, la coincidencia casi unánime, guardados para una mejor ocasión, con el animo de saborearlos con fruición e intensidad. Ocasión cuya oportunidad se desvanece una y otra vez. Ante la tesitura, como coartada justificativa, de poder disponer de un horizonte temporal dilatado, despejado de obligaciones, que permitan enfrascarse en la lectura sin distracciones ni interrupciones. Son textos como es obvio monumentales por lo general. Volúmenes a los que a su tamaño añaden el plus de una supuesta dificultad de comprensión lectora. De entre tantos 'La montaña mágica', 'Ulises', 'El hombre sin atributos' y similares en los que el prejuicio se sobrepone a la lectura. Un hándicap ante la tendencia dominante de la mayoría de publicaciones, que apenas rebasan el centenar de páginas. De entre tantos, el lugar preferente lo ocuparía 'En busca del tiempo perdido' de Marcel Proust. Ese compendio total de novela, memoria o ensayo del que señala José Mariano González Vidal que, en esos círculos de aficionados, pocos serían capaces de superar el ahora por banalidades del popular polígrafo. Caso de formularles en tono inquisitivo la pregunta ¿lo has leído entero? Un reto mayúsculo, abordar sus siete volúmenes y las más de tres mil páginas de las que consta tamaña obra cumbre de la literatura universal. Hace falta, como afirma, prestar a la lectura mucha atención y disponer de mucho tiempo, pero sobre todo hace falta hacerse hasta cierto punto proustiano, porque, a medida que se va entrando en materia el apetito va creciendo. Ahora sería buena ocasión para enfrascarse en esta lectura ante la perspectiva de un largo trimestre sin acontecimientos relevantes. Al tiempo de como considerado homenaje a tan excelso autor, del que acaba de cumplirse el centenario de su muerte. Cuánta razón tenía Anatole France al afirmar que la vida es demasiado corta y Proust demasiado largo, pero vale la pena enfrentarse a esa cordillera de siete ochomiles sin pensar en el abandono, hasta coronar tan magníficas cimas.
Puede que además satisfaga comprobar sus referencias a Murcia, si bien motivadas por un hecho luctuoso como una riada, pero ahí están, inmortales. Obra motivo de exégesis innumerables, como modo de hacer literatura renovado en su época. Cabría señalar la relación del autor con la medicina. Su padre, el doctor Adrien Proust, fue un afamado médico higienista del siglo diecinueve. Impulsor, como curiosidad, de suprimir el corsé de las mujeres en la moda de la época, por sus alteraciones sobre la columna vertebral. Su hermano, Robert, fue asimismo un reputado especialista en urología, amén de pionero en una técnica quirúrgica ahora generaliza como la cirugía de ablación de la próstata, en las conocidas como prostatectomías, célebre profesor de la escuela de medicina de la Sorbona. Es lugar común conocido de la novela proustiana la sinestesia, al asociar sensaciones orgánicas recientes, con despertar recuerdos archivados en la memoria que resurgen con el tiempo. Del mismo modo que se han aventurado hipótesis de cómo podría haber influido en su obra el asma de Proust que lo atormentó toda su vida. Como señala González Vidal, encamado, con el abrigo dentro de la cama, comenzó como un gusano a hilar su capullo de oro, cuartilla tras cuartilla, en una reposada vida de asmático. Críticos hay quienes ven en la dependencia de esta enfermedad las razones de muchas de sus reflexiones en 'En busca del tiempo perdido'.
Condicionado a episodios recurrentes de disnea, esa dificultad para respirar, con la angustiosa sensación de ahogo inmediato fruto de las crisis de asma bronquial. Miembro integrante de la comunidad de asmáticos, calificados por Benedetti en uno de sus cuentos con feliz metáfora como la 'cofradía del fuelle', por ese inhalar y exhalar entrecortado, propio de la enfermedad. Una dolencia hasta no hace tanto desazonadora, hoy moderada en buena medida gracias a los tratamientos oportunos. Se pregunta Benedetti: ¿habría concebido Proust la incomparable Recherche de no haberlo obligado el asma a respirar angustiosamente sus recuerdos?
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