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Es probable que, tras tantos cambios en normativas y directrices respecto al supuesto control de la pandemia, no tengan muy claro qué pueden o no ... hacer ante determinadas situaciones. O, dicho de otro modo, qué es lo que está prohibido o no. Un ejemplo que se ha convertido en paradigma del desconcierto general, y no solo en España, es el uso de las mascarillas. Después de dos años, sabemos lo suficiente del virus como para entender que, al transmitirse principalmente por aerosoles, el bloqueo buconasal es, sin duda, útil en entornos con alta densidad de virus. De la misma manera, esto no sirve de nada si estamos a la intemperie y alejados de focos víricos. Pero las autoridades han decidido prohibir ir sin mascarilla por la calle, independientemente de las circunstancias, como remedio casi único a la expansión incontenible del virus por la nueva variante.
A quienes nos gustan poco las prohibiciones, esta es una más que se antoja arbitraria y absurda. Imagino que no les resultan extraños algunos de los siguientes ejemplos. Caminan por una acera embutidos en su mascarilla mientras van dejando a su lado alegres grupos de personas en terrazas, riendo y comiendo sin la misma, a distancias mucho más cortas que las que a usted se le pueden acercar. Si osa bajarse la mascarilla, recibe miradas reprobatorias de transeúntes que circulan por la acera contraria, pero usted se cruza continuamente con fumadores y gentes que comen cualquier cosa, ambas actividades que otorgan aparente bula para incumplir la prohibición. Pasan supuestos deportistas que caminan lentamente, pero embutidos en chándal o similar vistosa indumentaria que también les exime de la mascarilla. Sin duda, una prohibición tan inútil como llena de excepciones.
Me dirán ustedes con razón que las prohibiciones son siempre de esa naturaleza. Son muestra de la discrecionalidad del poder de turno para imponerse y demostrar superioridad. No atenerse a la norma lleva implícitos riesgos, desde el reproche social a la multa o incluso penas más severas. Los españoles más mayores estamos curtidos en sobrellevar prohibiciones, tras el aprendizaje en nuestra niñez y juventud durante el franquismo. La lista de prohibiciones entonces era extensa, desde no poner música el viernes santo hasta no poder ver impreso un pecho femenino.
Pero lo cierto es que prohibir es universal. En mi primer viaje a los Estados Unidos siendo un estudiante de doctorado, descubrí que no podía comprar unas latas de cerveza porque era domingo antes de las 12 de la mañana. Si volvía unos minutos más tarde, podría llevarme docenas o, si ya las tenía en casa, beberlas en la intimidad.
Por supuesto, hay otros lugares donde la prohibición es completa. Poco antes de la pandemia, visité una ciudad del norte de la India. Tras un día de trabajo me llevaron de vuelta al hotel en el que me alojaba. En el camino me explicaron que estábamos en un Estado de la India que tenía prohibida la venta de bebidas alcohólicas. Yo no me había dado cuenta y como la visita iba a ser corta, tampoco le di mayor importancia. Pero siguieron contándome que la prohibición tenía alguna excepción, y que, en el hotel, como extranjero, yo sí podría conseguir unas cervezas. Les dije que no era necesario en absoluto, pero noté que en realidad era a ellos a quienes les apetecía poder tener acceso a las bebidas. Así que, por supuesto, me presté a ello.
Al llegar al hotel, me llevaron a un sótano donde había un cuarto guardado con rejas y un funcionario en su interior. Me alcanzó un formulario de varias hojas que debía rellenar y se guardó mi pasaporte. Como había venido con tres acompañantes, pedí cuatro cervezas. Lo cierto es que el señor del cuchitril y mi anfitrión no paraban de hablar en el idioma local sin que yo pudiera entender, pero intuyendo que algo iba mal. Finalmente me aclararon que el problema radicaba en el número de botellas de cerveza que quería comprar. Mi anfitrión me dijo que no podían ser solo cuatro y me sugirió que comprara doscientas.
Así que pasé, en un instante, a organizar la reunión con más botellas de cerveza por persona de mi vida en una ciudad donde estaba prohibido comprar alcohol. Ya imaginan que los locales aprovechaban las visitas de extranjeros para comprar grandes cantidades de alcohol. Aunque a nadie le importan demasiado las prohibiciones que se ha aprendido a sobrellevar, mi intuición me dice que una sociedad es tanto más desarrollada cuantas menos prohibiciones tiene.
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