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Es un caso raro -casi mitológico- el del alumno que, si no hubiera examen, estudiaría igualmente la asignatura. Y no solo por una cuestión de irresponsabilidad, sino de optimización de los recursos disponibles para las necesidades acuciantes: si ahora hay otras asignaturas que estudiar, lo que hoy no me exigen se estudiará… mañana. Me parece normal. Cómo no me lo iba a parecer si me ocurrió hasta a mí.

También es cierto que la Universidad se sitúa en una concreta etapa vital en la que, junto al gozo de aprender, coexisten otros muchos gozos menos prosaicos. Una época en la que, la mayoría, aún puede vivir alejado de ciertas responsabilidades que, después, ya nunca marcharán. Una circunstancia en la que, además, no siempre se consigue entender -y esto no es aplicable solo a los alumnos- que el saber es la meta, y aprobar una mera herramienta para demostrarlo.

Es posible que luego cambiemos. O puede que no tanto. Pero, aunque sea digno confiar en la responsabilidad de cada uno, suele ser más efectivo reforzar esa confianza con una cierta vigilancia. Una revisión que no implica necesariamente un control activo, sino una mucho más pasiva posibilidad de comprobar que las cosas se han hecho, o que se han hecho razonablemente bien. En la mayoría de los casos, solo el hecho de saber que uno puede ser revisado, aunque no lo revisen, es suficiente estímulo para hacerlo mejor.

Esta función estimulante del ojo del amo del caballo sirve para estudiantes, para profesores, para colaboradores, para trabajadores y sirve, también, en la Administración de Justicia.

La posibilidad de recurrir sentencias o resoluciones judiciales no es un derecho fundamental. De hecho, hay sentencias frente a las que (en principio) no cabe recurso -y así son, muchas-. Sin embargo, el que la Ley prevea recurso no solo genera derechos subjetivos para el ciudadano, sino que, estableciendo un sistema de control y vigilancia, estimula también a la propia Justicia.

En el ámbito civil, el juez de primera instancia sabe que, en la mayoría de los casos, su resolución podrá ser revisada por otros jueces en la Audiencia Provincial. No se trata de que esos jueces califiquen su trabajo, ni tampoco que compartan su opinión, que puede ser legítimamente discrepante. Sin embargo, ese control quizá expurgue, o prevenga, la tentación de sentencia menos trabajada. Del camino fácil, e inadecuado, que sería mucho más reprochable que la mera discrepancia técnica. Y, aun de forma distinta, lo mismo ocurre para los jueces de la Audiencia, que se saben recurribles antes el Tribunal Supremo.

Sin embargo, llegado el caso, ¿quién controla al Tribunal Supremo? O, aunque no sea un órgano jurisdiccional -ni siquiera tengo enteramente claro que se trate de un tribunal netamente jurídico-, ¿quién controla al Tribunal Constitucional?

Aunque la Ley se reformó expresamente para hacer absolutamente irresponsable al Tribunal Constitucional -más bien a sus miembros-, antes de que lo blindaran, el Tribunal fue vigilado con anterioridad: el Tribunal Supremo condenó al Tribunal Constitucional (a sus magistrados), vigilando así su diligencia. Lo que no está tan claro es si es peor la hipótesis en la que el Supremo dictó la condena como parte de una lucha de poder; o la realidad de que el Tribunal Constitucional se acabó recurriéndose en amparo 'a sí mismo' (y finalmente se amparó, anulando completamente cualquier control -o duda de que tenía más grande la razón-).

Respecto al Tribunal Supremo, la falta de control tiene otro efecto, acaso menos evidente pero no de relevancia menor. En nuestro Estado es el Legislativo el único que puede crear la Ley (en España la jurisprudencia no es fuente del Derecho). Pero, como nadie va a defender las leyes no mediáticas -como son la mayoría de las civiles-, el Tribunal Supremo puede pasar de interpretar a crear, interpretando de forma decidida y firme que las normas signifiquen lo que el tribunal -que manda- quiera que signifiquen.

Solo un ejemplo para terminar: de forma acertada o equivocada: el legislador de 2005 decidió eliminar del Código Civil la norma que permitía que los padres pudieran «corregir razonable y moderadamente a los hijos» (esto es, pegarles -razonable y moderadamente- como forma de castigo). Estaba escrito en la norma, y lo borró. Lo hizo desaparecer, de forma consciente, para desterrar esa facultad. Este enero, sin embargo, el Tribunal Supremo ha declarado que, aunque el legislador lo eliminara, en realidad sigue existiendo. Y, más aún, que mientras que los padres sean padres (manteniendo la patria potestad), quiera o no quiera el legislador, esta facultad siempre existirá. Y, así, una vez más, el vigilante sin vigilancia… se convierte en legislador.

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