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La realidad real

Primero de Derecho ·

Felipe VI no es responsable, como no lo es nadie, de los actos de su familiar

Domingo, 9 de agosto 2020, 09:23

Juan Carlos I no se encuentra en el 'exilio'. Tampoco fugado (como informan en TV3, para la que, paradojas, no se ha fugado aún el exiliado Puigdemont). De momento, solo ha mandado una carta a su hijo y se ha ido a pasar el agosto a la República Dominicana –o a algún otro sitio, poco importa el lugar–. El resto, desde si atiende a los eventuales requerimientos de la Justicia, hasta si se extraña como sacrificio por España, aún está por ver.

La Justicia tampoco tendrá la última palabra sobre la verdad de los méritos o vergüenzas del Rey emérito. El Derecho es una herramienta que, para ser útil, necesita concentrase en algo mucho más sencillo que la vasta complejidad de lo real. Por eso, en la mayoría de ocasiones, intenta construirse a través de supuestos de hecho concretos, preguntas específicas que puedan responderse con un 'sí' o con un 'no' (lo mató, lo pagó, lo cumplió...). Simple, confiable y efectivo; pero carente de los matices inherentes a la realidad. Incluso, cuando ofrece respuestas, puede hacerlo con límites distintos de la verdad de lo sucedido: podría ocurrir, por ejemplo, que nunca llegase a investigado el monarca emérito por haber prescrito cuántas infracciones hubiera podido cometer. Y, sin embargo, la caducidad de lo jurídico no alcanza a borrar el reproche de lo real.

Felipe VI, por su parte, no es responsable, como no lo es nadie, de los actos de su familiar. Ni de los de su hermana, ni tampoco de los de su padre. Y no conozco hoy ninguna sospecha, jurídica o real, que pese sobre él (más allá de cuanto le reprocho por haber anunciado el «renunciar a la herencia de su padre» como acto jurídico, cuando jurídicamente es imposible y, por lo tanto, no es realmente verdad).

Además, la Corona nunca ha sido una imposición del Régimen del 78 a un constituyente aún demasiado temeroso para erigirse republicano. En efecto, la configuración de la institución formó parte de la negociación del texto constitucional. Pero no menos que otros aspectos, como la persistencia de los derechos forales o el régimen fiscal navarro o vasco. Acaso estos últimos contenidos -como otros-, tendrían hoy mucho menos refrendo en una constitución plebiscitaria a la carta que el mantenimiento de la monarquía. Y, sin embargo, no parece molestar tanto esta mayor 'imposición' a quienes entienden la otra intolerable.

La monarquía, en fin, no es un presupuesto de nuestro régimen democrático y constitucional, sino una de sus actuales características. Puede modificarse o suprimirse, como cualquier otra parte de la Constitución. Pero tal posibilidad no es intrínsicamente adecuada, ni es evidente que cualquier alternativa republicana vaya a ser mejor. Frente a la Presidencia de la República –que sin duda quedaría infectada, en el sumidero partidista de nuestro sistema–, un rey evita al menos que Zapatero o Aznar –o compañía– puedan alzarse, tarde o temprano, como la pesadilla presidencial de un sueño republicano. Y es que, si nada va a aportar esa presidencia, no parece que su existencia se justifique solo en que vayamos a tener una urna más.

Ya no es posible concretar una referencia moral absoluta. Ni tampoco es honesto –ni realista– simplificar a ninguna persona hasta el punto de exigir que se transforme en una pose impostada e irreal. Así, descartada la ejemplaridad moral como aportación de la Corona, solo queda el simbolismo de unidad de la patria, y la neutralidad entendida como ajenidad a la política por parte de un Rey imparcial. Todo ello actuando sin responsabilidad y, por tanto, sin decisión real (pues, todo lo que el Rey haga como tal, debe refrendarlo el Gobierno, quien decide en realidad).

Ahí se encuentra el principal problema: ese límite que garantiza el funcionamiento democrático y representativo del Estado es el que impide al Rey una función diferencial transparente. Si nada puede hacer que no le sea dicho, es que no puede hacer nada real. Y si lo hiciera sin ese refrendo, lo haría sin legitimación democrática ni representatividad, cuando no en la oscuridad.

El Rey padre ha sido valorado, principalmente, por las decisiones que tomó, aun sin legitimación democrática, por la democracia. Acaso el Rey hijo tenga que encontrar y hacer ver un espacio en el que, sin ejercer poder alguno, pueda dotar de significado y trascendencia su papel. El reto de la monarquía no es ya ser mejor que una presidencia republicana, sino el no ser sustituible por una estatua, o por el Monasterio del Escorial: igualmente simbólico e histórico, esencialmente más neutral, no menos (i)responsable y con mayor estabilidad. Larga vida a Las Meninas, que también podrían reinar.

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