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Probablemente, lo peor de las certezas absolutas no sea lo que afirman, sino todo lo que niegan. Hasta un fanático puede llegar a tener razón -pues hasta un reloj parado acierta dos veces al día-. Desde hace algunos años, en la primera práctica de primero de Derecho (cuando no hay aún demasiada materia sobre la que practicar), propongo que cada uno escriba un acto que considere en extremo reprobable. Lo que no saben es que, luego, tendrán que salir a defender, buscando una justificación o argumento, aún excepcional, lo que hacía un instante execraban. Entender los argumentos del otro puede matizar los propios, y entender al otro, matizar a uno mismo.
En la mayoría de lo que se ha discutido hasta ahora del veto parental sobre determinadas actividades escolares es fácil encontrar posturas de pleno convencimiento, paradójicamente opuestas. Muchos de los que se escandalizan porque pudieran dar a sus hijos menores clases sobre sexualidad sin su consentimiento, igualmente verían inconcebible que otros padres, en el País Vasco, pudieran rechazar que sus hijos escucharan una charla de víctimas del terrorismo. O que padres catalanes vetaran la asistencia de sus hijos a una charla de la Guardia Civil. «No es lo mismo», dicen todos; porque todos entendemos que lo que rechazamos es lo erróneo, ya sea la tauromaquia o la pansexualidad; la religión o el nihilismo.
En la práctica -desde agosto de 2019 se viene aplicando, de uno u otro modo, la instrucción de la Consejería de Educación en Murcia-, los efectos están siendo tan plurales como cabría suponer. Sí, ha habido vetos parentales sobre charlas de sexualidad. Pero también ha habido niños que no han asistido a actos conmemorativos de Santo Tomás de Aquino; y hasta se ha impedido a ocho alumnos asistir a cursos de reciclaje, de cuya asistencia, parece, protegió el no-consentimiento de sus padres. Además, la 'norma' vuelve a ser torpe, sin dejar claro qué ocurre en caso de desacuerdo entre los progenitores; ni si en defecto de expresión de la opinión de los mismos se ha de entender que consienten o que no. No en vano, es fácil sospechar que más veto que efectivo y radical, lo que se ha pretendido es otra medida publicitaria, divisoria, inflamada luego por uno y otros, a costa de los menores y de la propia Educación.
Qué fácil es, discutiendo si es el Estado o los progenitores quienes deben decidir, olvidar a aquellos a los que se pretende proteger. Hay grados, y un niño de dos años poco podrá elegir -y pocos cursos de educación o hasta adoctrinamiento podrán influirle tampoco-. Sin embargo, la instrucción se extiende también a otras edades, figurando entre las «otras instrucciones de organización y funcionamiento en los centros que impartan ESO o Bachillerato». En Bachillerato las edades de los 'niños' son de dieciséis y diecisiete años, y a los que también se les aplica. ¿Deberían hasta estos 'no tan menores' abandonar un aula que tratara opciones sexuales por voluntad de sus padres, al margen de su propia identidad, orientación y decisión?
Las leyes, que otrora suplantaban toda voluntad de los menores, intentan hoy extender al máximo las posibilidades de elegir de todos. Cambios recientes en el Código Civil permiten ahora expresamente a los menores que puedan celebrar por sí mismos los contratos que sean normales a su edad, sin necesidad de consentimiento paterno. También se exceptúan, expresamente, de la patria potestad de los progenitores los «actos relativos a los derechos de la personalidad», de acuerdo con su madurez (sin perjuicio de que los padres puedan formar, informar o apoyar a sus hijos también en esos aspectos). Es decir, las decisiones que afecten a esos derechos (como la vida, la intimidad, la indemnidad, religión, ideología y el propio desarrollo libre de la personalidad) pueden tomarse con cualquier edad, tan solo teniendo una mínima madurez como para afrontarlas, eligiendo cada uno quién decide ser.
El mismo mensaje queda reforzado en la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, ordenando que, en la duda, se interpreten las normas hacia el mayor ámbito de decisión del menor. El Tribunal Constitucional, por su parte, ha asumido también esta progresiva autonomía del menor (llegando a afirmar, en un extremo desdibujado por su propia hipérbole, que la libertad religiosa de un menor de doce años podría amparar su decisión a morir -y murió-).
Incluso, el tan citado artículo de la Constitución, respecto a la educación conforme a «sus propias convicciones», podría ser interpretado entendiendo que el 'sus' puede referirse ahora a los hijos, no a los padres (lo que, si bien no era la intención del Constituyente, no impide que sea ahora ratio de la Constitución, dentro de su letra, como ya ocurrió con el matrimonio universal).
Hay situaciones en la formación académica y personal de los hijos que no pueden responder a un poder jurídico de los padres de imponerse, de vetar; sino a otros ámbitos de la educación y del afecto. No al margen de los padres, pero tampoco supeditados a los mismos. Nutridos los hijos por lo que hayan recibido, pero dando frutos propios. Espacios en los que deberán ser capaces no solo de obedecer, sino de entender y escoger. De elegir y de elegirse. De asumir su propia responsabilidad e identidad cuando acierten; y cuando se equivoquen también.
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