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Siempre hemos tenido miedo. Desde que estábamos en los árboles. Ahora también. Por eso, probablemente, hemos sobrevivido: los que no temieron lo suficiente perecieron ante los males que no pudieron prever. Por eso siempre hemos buscado la seguridad como instinto y como meta, con todas las herramientas a nuestra disposición. Nunca hemos dejado de tener miedo, pero sí hemos conseguido estar un poco más seguros cada vez.

Una de las funciones principales del Derecho es también calmar nuestros miedos, limitando las incertidumbres, dándonos seguridad. Seguridad de muchos tipos: desde la que el alumno puede encontrar en una guía docente frente a la eventual arbitrariedad de un profesor; hasta la seguridad de quien vende un coche de poder reclamar su precio si no le pagaran. Seguridad también, por supuesto, frente a un Estado que, cada vez que no ha visto controles a la acumulación y concentración de poder, ha derivado en liberticida y opresor.

El Derecho intenta equilibrar, en todos sus ámbitos, seguridad y libertad. El Derecho Penal establece cautelas y reservas para que la pérdida de la libertad sea la excepción que nuestra seguridad reclama. El Derecho Administrativo permite a cualquier ciudadano, al más pequeño, poder defenderse contra todo el poder del Estado, y hasta llegar a ganar, en algún caso. El Derecho Civil, siempre menos grandilocuente, siempre más real, acerca a las partes de los contratos, mitigando su miedo a que el otro incumpla; pero permitiendo que la voluntad libre compartida sea el alma del pacto. Y así nos hacemos libres, aunque a veces algunos criminales escapen; aunque a veces algún contrato no se pueda cumplir en la práctica; y aunque algún error del Estado nos cueste a todos, cuando algún ciudadano le demande con razón.

El Derecho no solo no es contrario a la seguridad, sino que es la herramienta principal para alcanzarla. Sin embargo, a veces –demasiadas veces en la historia– nos hemos acabado olvidando de eso. No siempre hemos sido libres, pero siempre hemos tenido miedo. Ningún sistema puede ser completamente seguro y, la libertad, en sí misma, supone un riesgo también, hasta para uno mismo. Cuando la crisis es más intensa, y nuestro miedo es mayor, quiere volver a nosotros esa parte nuestra que aún quiere subir a la copa del árbol. Ese nosotros asustados que no solo quiere seguridad: quiere refugio, quiere fuerza para protegerse, y la quiere ya. Cueste lo que cueste.

Por eso, situaciones como la actual resultan tan peligrosas. No solo por la desgracia pura que esta enfermedad está suponiendo para miles de familias, sino porque ha despertado nuestros miedos primigenios en el peor momento posible. Rota nuestra seguridad, queremos, necesitamos, calmar nuestro miedo. Y, en ese reclamo, es muy posible que estemos dispuestos a olvidar los equilibrios que pagaron nuestra libertad. Tenemos miedo, y nos enfadamos con los irresponsables, con los estúpidos, con los mentirosos. Con los culpables –tengan la culpa o no–. En ocasiones puede tratarse de una justa indignación. Otras veces, puede ser la brecha a través de la que acabemos aceptando, callados y hasta satisfechos, sacrificar nuestra libertad.

Hoy, tal y como estamos, puede parecer una medida sensata geolocalizar a la población y saber, en cada momento, dónde y con quién se está. Puede parecer razonable encerrar a enfermos asintomáticos en polideportivos. Puede parecer hasta necesario revisar las noticias de prensa desinformativas; o emitir un carnet de (des)infectado. Ya hemos asumido, de hecho, restricciones muy graves. Algunas con conclusiones tan irreparables como la muerte en soledad. Medidas que, al menos, nos suenan reales. Fuertes quizá. Decisiones tangibles contra un 'enemigo' intocable, casi irreal. Y lo peor es que, aunque muchos de esos sacrificios sean verdaderamente útiles, hay puertas que, una vez abiertas, son ya muy difíciles de cerrar. Libertades que, una vez heridas, no cicatrizan, agonizando tan lentamente que podríamos no darnos cuenta de que finalmente llegan a morir.

Y todo ello mientras la plaga económica se extiende y crece, silenciosa, entre las calles vaciadas por la pandemia. Al miedo puede unírsele la rabia y la desesperación, situándonos en una situación frente a la que nuestra generación aún no ha sido probada.

Los equilibrios de libertades que hemos alcanzado no son consecuencias inevitables de la sociedad. Son apenas un accidente histórico que deberíamos apreciar, y por el que deberíamos saber luchar. Porque la historia nos ha enseñado que hay un momento en el que ningún sistema resulta invulnerable. Y ese momento se acerca. El momento en el que demasiados pierden demasiado, cuando demasiados se quedan sin nada que perder.

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laverdad Miedo y libertad