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A veces la idea de democracia se confunde con la imagen de votar y de elegir a nuestros representantes. Sin embargo, una democracia plena comporta mucho más y, entre otras cosas, presupone que existan controles al poder (no sólo judiciales) y que quienes ostentan responsabilidades ... públicas rindan cuentas. Ambas cosas coadyuvan a prevenir corruptelas y, sobre todo, generan confianza en la ciudadanía. Algo de lo que tendríamos que tomar buena nota en un país como el nuestro, con uno de los mayores índices de desconfianza ciudadana hacia los políticos y hacia nuestras instituciones.
Pues bien, ya entrado el nuevo milenio, de forma un tanto tímida empezó a desarrollarse un corpus normativo preocupado por afrontar cuestiones como el buen gobierno, la lucha contra la corrupción o la transparencia. Desde entonces, se fue creando un ecosistema de órganos de control y garantía para la supervisión de estos ámbitos (consejos de transparencia, agencias antifraude...). Ahora bien, el talón de Aquiles de esta normativa se situaba en cómo preservar su independencia, es decir, las garantías para que estos órganos pudieran cumplir con sus funciones sin influencia externa, ni directa ni indirecta, especialmente por parte de quienes tienen que ser controlados.
A este respecto, la normativa tanto nacional como autonómica solía reconocer dos garantías para la elección de quienes iban a dirigir los correspondientes órganos de control: exigir que la persona designada tuviera reconocido prestigio y competencia profesional en esas materias, y requerir mayorías cualificadas a nivel parlamentario para el nombramiento. Además, se establecieron en algunas normas unas limitadas garantías para preservar la autonomía material y presupuestaria de estos órganos. Debe señalarse que, desde la Unión Europea, el Tribunal de Luxemburgo viene reconociendo para órganos similares la exigencia de que los mismos disfruten de independencia funcional (no pueden estar sometidos a órdenes e instrucciones), ni puede amenazarse con la terminación anticipada del mandato de sus miembros, deben prevenirse los vínculos personales y organizativos con las autoridades que deben ser controladas y deben gozar de una cierta autonomía presupuestaria que les permita disponer de medios humanos y materiales suficientes.
En 2014, en esa 'ola' regeneracionista marcada porque no había mayorías hegemónicas en la Región, fue cuando se aprobó en Murcia nuestra Ley de Transparencia, creando un Consejo para su garantía. Nació precariamente, sin apenas medios, pero los desvelos de su primer presidente, Pepe Molina, entregado a la causa con afán quijotesco, evidenciaron cómo un órgano de este tipo en manos de alguien independiente podía suponer un estorbo para quienes gobiernan sin mucha vocación de rendición de cuentas. Con su sucesión, comenzaron periodos turbulentos en su seno. De aquellos polvos, el lodo actual: la Asamblea, con los votos de PP y Vox, ha aprobado una reforma que acaba con el Consejo para crear un Comisionado de Transparencia, con la excusa de «reducir el aparato administrativo» y afrontar la «falta de operatividad» del Consejo.
Una reforma que me plantea serias dudas. Por un lado, si, como afirma la Exposición de Motivos, se quiere mejorar la operatividad, lo que debería es habérsele dotado de más medios. Invertir en órganos de control que previenen la corrupción al final sale barato. Pero, sobre todo, me temo que la reforma murciana no va a servir para mejorar, y hasta puede empeorar. Importa poco que sea Comisionado o Consejo, pero me parece insuficiente garantía el nombramiento por mayoría absoluta de la Asamblea. Para colmo, se anuncia que el elegido será persona afín a la mayoría gubernamental, sin experiencia en estos ámbitos. Una duda: ¿después del caso Hay Derecho vs. Presidenta del Consejo de Estado admitirán los jueces que es «persona de reconocido prestigio y competencia profesional»? Además, se crea una Comisión de Transparencia integrada, básicamente, por personal al servicio de la Administración. En definitiva, lo del zorro y las gallinas.
Una auténtica garantía de la transparencia habría exigido otra reforma: primero, que antes de la elección política del comisionado hubiera una convocatoria pública y evaluación por expertos independientes de los candidatos. Segundo, requerir mayoría parlamentaria de 3/5 para la elección y, en caso de bloqueo, sorteo entre los tres con mejor valoración. Tercero, plena autonomía presupuestaria, como en la Agencia de Protección de Datos, y una Comisión de Transparencia no vinculada a la Administración regional. Y, cuarto, instrumentos para garantizar el cumplimiento de las resoluciones (multas coercitivas...).
En estos tiempos de populismo iliberal y de políticas prepotentes, debemos tomarnos más que nunca en serio la transparencia, el control al poder y la rendición de cuentas, en definitiva, la democracia plena.
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