Sin frenos y a lo loco
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Nuestra democracia va sin frenos y a lo loco. Sin frenos, porque se han ido desmontando los contrapesos al poder político por la progresiva colonización partidista mediante nombramientos de perfiles cada vez más afines en las instituciones de control y garantía. Y a lo loco, ... porque en la política actual se desconoce el mínimo sentido institucional y se ha consagrado como regla de oro la máxima maquiavélica de que todo vale para alcanzar o mantenerse en el poder. Además, se ha abandonado cualquier pretensión de veracidad, de ofrecer una justificación mínimamente sólida en el debate político: se trazan líneas rojas que se desdibujan con retorcidas excusas y reinterpretaciones; escuchamos discursos políticos que continuamente nos intentan colar pulpo como animal de compañía; y se cultiva una dinámica frentista basada en el 'como tú lo has hecho mal, yo lo puedo hacer peor'.
Así, ¿quién puede confiar en la política o en las instituciones? Cuando se legisla 'ad personam' para garantizar la impunidad de los socios y se desguaza el ideal de generalidad de la ley, presupuesto del principio de igualdad. Cuando se retocan normas procesales para eludir controles judiciales y cuando desde las tribunas políticas se ataca a los jueces vertiendo sospechas continuas sobre su politización. Pero también cuando algún juez se presta (o al menos lo aparenta) a jugar una partida de damas moviendo sus investigaciones al son de las enmiendas que aprueba el Parlamento, por muy espurias que resulten. Cuando se destapa que se ha hecho un uso político de la policía para perseguir adversarios. Cuando las presidencias de las Cámaras actúan como una delegada del Gobierno o del partido correspondiente. Cuando el Tribunal Constitucional se preña de magistrados con perfil político que resuelven de forma sistemática los recursos sensibles divididos en dos bloques alineados ideológicamente con los intereses de los partidos que los nombraron. Cuando el Gobierno legisla a golpe de decretos que desprecian al Parlamento o pasa meses sin someterse al control parlamentario con la excusa de estar en funciones y ni siquiera se constituyen las comisiones parlamentarias. Cuando cada votación parlamentaria se convierte en un mercadeo de prebendas donde la invocación del interés general resulta mera retórica...
Cuando todo ello ocurre –y estos son sólo algunos recientes ejemplos– la democracia se corroe, las instituciones y la propia política pierde su credibilidad y se crea el caldo para que crezca la antipolítica. Una vez que se han desgastado los frenos al poder, las puertas de la ciudadela democrática quedan abiertas para que en cualquier momento aparezca un populista iliberal y la apuntille.
Habrá quien piense que denunciar estas desviaciones de gobierno y oposición es una forma de contribuir a la antipolítica. Nada más lejos de mi intención. Escribo desde la desazón de quien cada día, cuando entro en el aula, siento que aquello que les explico a mis alumnos ya no es el Derecho que rige nuestro orden político-institucional, sino unos ideales que quedan cada vez más en la historia del Derecho o en la ciencia ficción. Escribo desde la preocupación de quien sabe que tiene la fortuna de vivir en el jardín de una democracia, gracias al esfuerzo, a la generosidad y al saber hacer de nuestros abuelos. Escribo consciente de que la corrosión que hoy aqueja a nuestra democracia es una erosión que con diferentes manifestaciones y por múltiples razones se está produciendo en todo el orbe democrático. Pero escribo también con la convicción de que este proceso degenerativo todavía es reversible. Escribo desde la fortaleza que da mirar cada mañana a unos hijos que reclaman que no desfallezcamos porque no se merecen heredar una selva; al contrario, tenemos que darles la oportunidad de vivir en un jardín al menos tan florecido como el que nosotros hemos disfrutado. Escribo con la confianza de que en una situación mucho más difícil (con unas instituciones y un ordenamiento que venían de una dictadura, con una economía en crisis, con las diferencias sociales y las grandes deficiencias educativas que había en la España de los setenta) fuimos capaces de reunirnos para «establecer una sociedad democrática avanzada», como predica el preámbulo de nuestra Constitución, por lo que ahora podemos volver a hacerlo.
Solo necesitamos compromiso y voluntad. Recuperar algo de la serenidad que nos hemos dejado atrás en estos tiempos turbulentos. Rebajar el tono y el estrés político para que, como indicó el Rey en su discurso de Navidad, cada institución vuelva a «situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde».
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