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El verano pasado contesté la propuesta de mi amigo Germán, de reconocer la guayabera como prenda de etiqueta. Propuse yo que fuera adecuada cualquier prenda ... que, en la canícula murciana, cada uno quisiera o pudiera vestir. Temas estivales, que a veces también aquí hay que refrescar. Por si alguien tiene curiosidad, un año después yo sigo sin dar el paso de ponerme falda, toga o guayabera.
Entre las opciones posibles estaba la desnudez, siempre que no fuera uno a empapar con sudor propio, y sin consentimiento, cuerpo o cosa ajena. Sin embargo, ha venido la Policía a quitarme la razón, cuando impidió a la cantante Rocío Saiz quitarse la camiseta como parte de su interpretación, como ha venido haciendo en toda España desde hace una década. Al quitársela, dejó ver que, bajo los hombros y por encima de las costillas, tenía nada menos que dos tetas, dos. No se había enterado de que, en Murcia, las cantantes no vienen como Dios las trajo al mundo, sino como Dios manda.
La Policía, como todo empleado público que pueda usar poder y fuerza, ha de ser especialmente cautelosa en actuar solo cuando sea realmente necesario. Pero extremos, disfunciones y extremistas disfuncionales existen en todas las profesiones, profesor incluido. Son tan inevitables como, en general, poco representativos. El verdadero problema nunca viene de la anécdota, sino de la categoría de la que emana. En este caso, el asentimiento, activo o silente, a la actuación del inspector. El pensar, se diga o no, que menuda «desvergonzada». Incluso un, aparentemente más inocente, «no había necesidad». O denominarlo, como el PP hizo hace cinco años, cuando la misma cantante actuó en Molina, «un espectáculo irrespetuoso, carente de valores y erótico».
Es cierto que el Código Penal, y la Ley de Seguridad Ciudadana, castigan la exhibición obscena, sobre todo ante menores de edad u otras personas protegidas. Pero entender que el pecho femenino es obsceno, siempre y sin más contexto, participa de esa misma categoría enferma y absurda. Claro está, además, que no sería obsceno si fuera un hombre el descamisado (ni siquiera «erótico» en Molina). Porque todo esto parte de una concepción caduca y represiva de lo erótico, que asume –sin pronunciarlo– que el cuerpo femenino ha de cubrirse, porque siempre será objeto de deseo libidinoso del hombre. En cambio, el torso de un hombre desnudo no podrá ser erógeno, porque las castas hembras no adolecen de tales ardores sexuales (ignorando, también, la homosexualidad).
El Tribunal Supremo, este mismo año, ha rechazado que, para bañarse en una piscina comunitaria, puedan los vecinos imponer una concreta vestimenta que, en ese caso, era la pura desnudez. Declara que el nudismo es una «opción perfectamente razonable y legítima», pero que no puede imponerse, sin conculcar los «derechos fundamentales» de quienes quieran vestir de forma distinta. Lo mismo se aplicaría al revés, si pretendiera imponerse bañador, o burkini, en vez del cuerpo desnudo.
Algunos municipios utilizan también la posibilidad de regular, con ordenanzas, códigos impuestos de vestimenta. Y, como se suelen limitar a tapar tetas, nos escandalizan menos que si nos impusieran cubrir caras con velos. Pero no es tan distinto: se trata de decidir qué partes del cuerpo de los demás –sobre todo de las mujeres– creemos que los demás deben tapar. Lo curioso es que es probable que los que más se opongan al velo opresor sean también los que más rechacen la teta libre. Se dirán que no es lo mismo obligar a tapar una teta que a ponerse velo porque, al fin y al cabo, esta es nuestra tradición. Pero esa ya no es nuestra cultura.
Nuestra única cultura verdadera, la de todos, la que nos ha costado milenios lograr, es la de la libertad. Y, desde esa libertad, tan legítimo es vestir de traje en Murcia en verano –aunque a algunos les parecerá incomprensible– como llevar una camiseta de rejilla transparente sin sujetador –aunque a otros les parezca degradante–. No existe ya una única moral en España, ni tampoco la propia lascivia del que mira puede convertir en impúdico a quien, sin ánimo lúbrico, descubre su pecho. Al final, lo principal, el gran límite a la libertad, es no causar daño a otros. Y, aunque algunos se resistan a creerlo, los pezones no pinchan, ni tampoco las tetas disparan a los niños. Si la cuestión solo es que nosotros mismos no lo haríamos nunca, allá cada cual con sus decisiones. En eso consiste la libertad.
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