Prohibido odiar
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Entre las pocas cosas en las que podemos estar de acuerdo, es en que el odio no es bueno. Distinto es qué se considere odio, ... o que cada cual pueda acabar entendiendo que, en una confrontación, la oposición de los contrarios sea odio hacia la posición propia. La maldita complejidad de la realidad que, una vez más, hace imposible el acuerdo unánime. En todo caso, el mundo no puede funcionar necesitando unanimidades y, por eso, un acuerdo mayoritario suele ser suficiente. Lo es, por ejemplo, para aprobar qué se tipifica como delito -y enviar a la cárcel a quien lo cometa-. O hasta para cambiar la Constitución y llegar a decidir, mayoritariamente, conformarnos como antropófagos en un nuevo menú social.
Aunque el odio sea malo, estamos también bastante de acuerdo en que poder opinar, en libertad, es bueno. Y así, la frontera entre qué es odio y qué opinión, legítima disidencia de un discurso mayoritario, puede hacerse extremadamente estrecha. Si consideramos odio, por ejemplo, defender que los nazis quemaran libros; ¿sería entonces amor quemar los libros en los que se defienda tal quema? Es decir, actuar con los libros de los nazis como los nazis hubieran actuado con nuestros libros.
El ejemplo no es tan hipotético como pueden pensar: nuestro Código Penal, prevé, como consecuencia de delitos de odio, la «destrucción, borrado o inutilización de los libros» a través de los que se realice el delito. Si lo referimos a un libelo de algún grupo neonazi contemporáneo, nos va a parecer bien. Puede que nos genere más problemas, pensar que se haga imposible leer un libro que ha sido históricamente relevante, aunque supurara un poquico de odio, como el 'Mein Kampf'. Y, seguramente, no querremos ni plantearnos que alguien pueda, a estos efectos, empezar a subrayar frases de discriminación u odio en la Torá la Biblia o el Corán. Que se preparen en San Juan.
Aunque estén de acuerdo en que el odio y su propagación es algo malo; pueden estar aún más de acuerdo en que no es algo que se pueda simplificar. Por eso puede parecer un poco simplista la propuesta, que se ha venido escuchando estos días, tanto de «la prohibición de acudir a entornos digitales», como de obligar a que los usuarios de internet «estén debidamente identificados».
Primero, si se junta, como se ha hecho, los mensajes de 'odio' con los de 'falsedad' ya hacemos lo difícil imposible. O, universal. Porque como haya que prohibir acceder a internet a quien mienta en las redes, de Facebook a Tinder, pasando por el Twitter de la presidencia del Gobierno y de la mayoría de los políticos con cuenta, nos íbamos a quedar solos (usted que me lee y yo, que somos los únicos que decimos la verdad).
Segundo, a día de hoy, impedir el acceso a entornos digitales en general, es tanto como impedir acceder al banco, al trabajo y hasta al hospital. Y si se refiere a un concreto medio, mil habrá detrás en los que seguir mintiendo y odiando.
Tercero, la identificabilidad en las redes no sólo contravendría las normas europeas que impiden este tipo de control (tratan de permitir identificarse, no de obligar a tal identificación), sino que es imposible en general. Bueno, salvo que se intervengan las redes al puro estilo oriental (el modelo chino-ruso, óptimo para la seguridad en la red, con el único precio de la libertad).
En fin, más allá de la cruzada contra la falsedad en conmemoración de Santa Begoña, y de la común repugnancia que nos pueda provocar las toneladas de basura que se vierte diariamente en internet, hay que pensar que propuestas como estas existen para entretener en este periodo estival. Cualquier aplicación de las ideas expuestas estaría tan matizada y restringida que, o bien supondría un esfuerzo simbólico, o bien uno vano. Aunque, hay que reconocerlo, no resulta descabellado pensar que se acabe diseñando un plan de actuación pública estética sin más efectos reales que el coste que suponga sufragarlo. Propaganda, que se decía antes.
No sólo John Lennon y Yoko, sino todos querríamos que no hubiera odio. Pero, fuera de lo que podamos imaginar, lo habrá. Y mentiras. Y, como gracias a internet, hasta el más diminuto, insignificante e ignorante idiota puede opinar, muchos idiotas opinarán. Y mentirán, y odiarán. Y serán una minoría, que tendremos que soportar; como soportamos a los virus, los mosquitos o a los políticos. Males endémicos de nuestra sociedad. Nuestra lucha no es quemar sus libros, sino crear ciudadanos que sepan discernir, cuando los lean, la basura que son.
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