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Es probable que, si alguno de ustedes no sabe Derecho, cuando alguna vez haya tenido que enfrentarse a una resolución judicial, no la haya entendido ... con facilidad. O que haya partes que no haya entendido en absoluto. No en vano, cíclicamente surgen reclamaciones e intenciones de hacer el lenguaje jurídico más accesible al ciudadano. Como casi todas las buenas intenciones, empero, no tiene por qué llevar a un buen final.
El lenguaje jurídico es un lenguaje técnico, como tantos otros. Y, como casi todos los demás, difícilmente accesible para el profano, o pronto a la confusión. Se trata de un fenómeno generalizado, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Lo que todos llamamos tanques, en terminología militar es un 'carro de combate'. 'Ánade' sería, en muchos casos, un término zoológico más concreto y exacto para referirnos a –algún tipo de– 'pato'. O, lo que ustedes podrían entender como 'amado líder', en la jerga del Ministerio de Transportes se dice 'puto amo'. Lo que significa 'punto y aparte' en el lenguaje presidencial, aún no parece esclarecido, pero lo veremos pronto.
Lo técnico en el lenguaje, sin embargo, no es necesariamente bueno. Ha de estar justificado, aportar algo más que opacidad. En estos casos, fundamentalmente precisión, exactitud y concisión. Es decir, poder expresar contenidos complejos con menor esfuerzo para el emisor y el receptor, gracias a un código previamente aprendido por ambos. Les pongo un ejemplo: si, en el ámbito médico, necesitan poner a un paciente un 'angiocatéter', es mucho más efectivo denominarlo así que indicar que, por favor, «le pongan un tubico, de eso flexibles y largos, pero delgado; pero ojo, no para una vena de las gordas, sino de las medianas; y que además no sea de esos que tienen así como alas de plástico, ni tampoco de los otros que tienen el tubico por dentro de la aguja». Es posible que el paciente que lo escuche, y que convendría que comprendiera y aceptara la integridad del tratamiento médico, no entienda los matices. Pero, gracias a ello, los profesionales médicos pueden entenderse más rápido y mejor, utilizando los rendimientos de haber estudiado materias complejas.
En el Derecho, ocurre algo parecido. Yo utilizo entre tres y cuatro semanas de clase, a alumnos ya de tercer curso, para explicarles las absolutas diferencias de contenido entre palabras que, para la gente en general, vienen siendo sinónimos, como 'posesión' y 'propiedad'. Prescindir de esos matices, en un material jurídico específico, como es una sentencia, supondría generar páginas de desarrollo inútiles, o de inexactitudes inadmisibles. Y como ni las sentencias pueden ser manuales de Derecho, ni tampoco todos los ciudadanos quieren ser estudiantes del mismo, nadie ganaría demasiado con la simplificación. Porque lo que los ciudadanos necesitan no es ni juristas simples ni una justicia simplificada, sino una explicación. Y esa explicación habrá de ser adicional y externa al material pura y técnicamente jurídico.
En general, la prensa podría –y debería– ocuparse de incorporar esas explicaciones como parte de la información relevante. Un ejemplo cíclico es el del ciudadano estupefacto e indignado cuando lee, sin explicación, que un juez no apreció ensañamiento en un homicidio en el que se infringieron docenas de puñaladas. El juez no ha de prescindir del término técnico –que, de hecho, hace que un homicidio pase a ser asesinato, mucho más castigado–. Es la prensa, si da la noticia, la que habría de informar de que, significando penalmente ensañamiento el causar sufrimiento adicional a la víctima, si la primera puñalada acabó con la vida de ésta, las cincuenta posteriores ya le dolieron mucho menos. En lo particular, el abogado que el ciudadano contrata y paga –y hasta el procurador, que bien podría desempeñar también este empeño–, es quien debe darle cumplida y suficiente explicación.
Nada de lo anterior obsta a que existan quienes, refugiándose en los tecnicismos, extiendan la oscuridad. A que, en ocasiones, empujados por los plazos y la falta de medios, haya jueces que, copiando y pegando, compongan puzles incompletos y genéricos. O también a que, sencillamente, algunos escriban mal –y hasta se regodeen haciéndolo–, no porque pretendan condensar una mayor complejidad, sino porque no quieran –o sepan– ser más claros escribiendo. Yo, que llevo años dedicado a esto, a veces tengo que leerme varias veces el mismo párrafo de alguna sentencia, para acabar sin conseguir entenderlo de todos modos. Pero, claro, si ya nadie enseña ni corrige el escribir –tampoco lo hacemos en la Universidad–, era muy optimista esperar encontrar en cada juez a un nuevo Cervantes.
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