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Estaba yo muy decidido a no escribir sobre el 2 de mayo. Más allá de la anécdota, lo que ocurrió me parece escasamente relevante, además ... de apenas trascendente en lo jurídico. Casi todo puede ser interesante, según cómo se enfoque, pero que Bolaños pudiera o no pasar me resultó más un vídeo curioso que una noticia sobre la que opinar, sin notables méritos o deméritos de unos ni de otros. Tan solo, una vez más, nuestro circo político habitual. Sin embargo, unas declaraciones posteriores respecto al evento sí me han parecido más necesitadas de comentario. No porque salgan del circo, sino porque manifiestan otro paso más hacia la legitimación de la violencia, siempre que sea la de nuestro bando frente a los otros.
En esta historia, la jefa de protocolo de la Comunidad de Madrid impidió a Bolaños, ministro de Presidencia, el paso a una tribuna de autoridades. En lo que quiero contar no es relevante que el ministro no hubiera sido invitado, y se presentara allí sabiéndolo y saltándose el precinto; ni que sí hubiera sido invitado Feijóo, que no es ministro ni autoridad relevante, sino solo el jefe del partido del Gobierno autonómico que organizaba el cotarro. No me importa ahora tampoco si se infringió el reglamento de protocolo, o si el presidente del Gobierno y sus veintidós ministros pueden presentarse en cualquier momento en cualquier evento y colmar los palcos montados para siete personas. No trato, en suma, quién tenía razón. Solo parto del hecho de que una persona, en nombre del Gobierno de Madrid, interpuso un brazo que impidió pasar al ministro cuando éste, diciéndosele que no podía pasar, continuó caminando hasta encontrar tal barrera física.
Sobre esa historia, esto es lo relevante, quien hasta hace poco era vicepresidente del Gobierno, ha declarado que «los escoltas no están ahí exclusivamente para evitar que te peguen un tiro. También están para evitar que se pueda humillar la dignidad de un representante del Gobierno», manifestando que el ministro tenía que haber ordenado a sus escoltas que «apartan a esa señora (...) y después se discute». Probablemente, Pablo no se estaba refiriendo a que los escoltas desplegaran sus artes de persuasión para convencer con sólidos argumentos, lógicos y jurídicos, a la jefa de protocolo. Se refería a que utilizaran la fuerza. A que la redujeran, o la arrastraran o la quitaran de en medio como mejor entendieran.
Sospecho que, en este caso, los escoltas habrían podido físicamente con la mujer. Pero, si el que hubiera humillado a Bolaños en vez de ser una jefa de protocolo hubiera sido otro, pongamos el alcalde de Madrid (también en rango protocolario inferior al ministro), la cosa podría haber sido bien distinta. No por el alcalde en sí mismo, sino porque éste también puede tener sus escoltas, y esos pueden ser más difíciles de apartar que una jefa de protocolo. ¿Se habrían peleado los escoltas contra escoltas en el nombre de sus escoltados? Frente a la resistencia en la humillación, ¿cuánta fuerza podrían llegar a utilizar? Porque, claro, nos puede parecer un disparate que se pusieran a pegar tiros, pero si es para entrar a un palco de autoridades, lo mismo acaba siendo necesario. Salvo que pensemos que la fuerza solo debe adoptarse cuando el humillador sea una persona físicamente apartable con cierta facilidad.
Esto, que parece un absurdo, representa algo mucho más profundo. Una de las principales funciones del Derecho es la pacificación de la sociedad, su amansamiento, otorgando el monopolio de la fuerza al Estado. Aunque no nos paguen nuestros deudores, aunque nos estafen o nos humillen, no podemos usar la fuerza antes de discutir. Al contrario, intermediando siempre un juez, y a través de un juicio, se decidirá si es necesario utilizar la fuerza para realizar la justicia. Este sistema, que es un gran sistema, que rompe la cadena ancestral, animal, de la venganza y la violencia. Pero tiene un gran riesgo: que sea el Estado el que abuse de esa violencia. Ese ha sido el gran desafío respondido por los Estados de Derecho, y sigue siendo el gran peligro de los gérmenes del totalitarismo, que siempre acecha. Por eso, ni aunque sea uno un ministro, puede mandar a sus escoltas a forzar físicamente a quienes le 'falten al respeto', y 'después se discute'. La fuerza debe ser el último recurso, cuando sea indispensable. Porque, cuando el Estado se sienta cómodo utilizando la fuerza, cuando use esa fuerza solamente para hacer evidente su poder; o cuando vea legítimo utilizarla para vindicar la mera humillación; entonces, tarde o temprano, nosotros, todos, seremos el siguiente a 'apartar'.
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