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De pequeño, mi fiesta favorita siempre fue el Entierro de la Sardina. Nada podía competir con la Navidad, pero eso era un evento familiar, en ... casa. En las calles, el Entierro no tenía parangón. Había un dragón, había fuego, alguna parte sorprendente casi siempre y, claro está, los juguetes. No eran los mejores, y conseguir balones era algo más simbólico que práctico, pero llegaba a casa con el saco lleno de satisfacción, anticipación y fantasía. Aún recuerdo alguno de ellos. Lo que nunca entendí era lo de festejar la muerte y el entierro, aunque fuera de una sardina. El contexto del fin de la cuaresma no era suficiente para explicar a un niño la gozosa marcha de doña Sardina hacia su fin. Tampoco ayudaba mucho la Semana Santa precedente, en la que la resurrección aparecía como una imagen mucho menos vívida, y menos generalizada que toda la pasión que la precede. La muerte se sentía ahí bien concreta, frente a una resurrección mucho más abstracta.
No sé cuál habrá sido el camino del resto de los niños, pero imagino que, unidos todos por la necesaria incomprensión de la muerte, lo natural es temerla al principio, a poco que uno se parase a pensar en la nada que promete. Como fuere, más pronto que tarde, con una u otra vía, todos aprendemos a ignorarla. Apartarla a ese rincón de la mente que vamos construyendo –y ampliando sin parar– en el que metemos las cosas en las que no queremos pensar. Puede que la pérdida sea lo peor que sufrimos los seres humanos. Que vivamos, en gran medida, intentando conservar aquello que tememos perder, por inevitable que resulte perderlo. Y, al final, hagamos lo que hagamos, todo acaba. Hasta la vida.
La continuación del patrimonio de los muertos, entre los que sobreviven, es una de las materias más profundas, en cuanto a más arraigadas, del Derecho civil. Costumbres, ritos y expectativas llenan un ámbito en el que los conceptos de justicia no son tan compartidos. Casi todo el mundo podría estar de acuerdo en que no es justo asesinar; o que los contratos han de cumplirse. Pero no hay tal acuerdo universal sobre si es justo que el hijo de un rico heredero lo sea también él. Tampoco en si un progenitor habría de poder desheredar a su descendiente libremente (incluso por motivos rechazables, como reconocer este su homosexualidad), entre otras muchas cuestiones. Al abrirse la herencia, el que la causó ya no existe, ni puede engrandecerse o envilecerse con ella. Cuando más, en sus últimos días, aquellos incapaces de encontrar ya rincón alguno en el que contener la presencia de la muerte próxima, podrán conservar la esperanza –o la ilusión– de que su voluntad persistirá tras su deceso. Pero, sea lo que sea lo que hayan decidido, no dejará de ser algo que no hicieron en vida y cuyos efectos estarán lejos de conocer o controlar.
Las paradojas de las herencias son muchas, como los riesgos, y también los equívocos. Una herencia puede ser algo peligroso, si se acepta sin más, pues se heredarían también las deudas de quien falleció. Más de un confiado ha encontrado, tras la muerte de sus padres, no sólo el desengaño, sino la ruina, al haber heredado deudas que no pudo imaginar. Pero eso puede evitarse, si se es diligente y se acepta de una forma especial (llamada 'a beneficio de inventario'). O, si es evidente el problema, se puede siempre renunciar. Lo que no ocurre, por más que muchos lo lloren, es que alguien lo pierda todo en los impuestos generados por heredar. En esos casos, generalmente, lo que ocurre es que no se hereda liquidez, ni ganas de vender apresuradamente inmuebles, perdiendo beneficios, para pagar tributos.
Es fácil testar. Barato y sencillo ante notario; y válido hasta si lo escribieran ustedes, ahora mismo, de puño y letra, con fecha y una mínima claridad. Pero lleven cuidado, que sólo en vida se puede explicar, conciliar y hasta enmendar lo escrito. Muerto, nada se puede recuperar, nada se puede rectificar. Quizá lo más prudente sea, por encima de todo, intentar evitar dejar problemas a los que se aprecia con herencias problemáticas, aunque se haga con buena intención. Mientras tanto, habrá que aprovechar el tiempo que quede para apreciar lo que se tiene, recordar lo que se fue, arreglar cuando se sepa, disfrutar cuanto se pueda y, en fin, intentar dejar más agradecimiento que rencor. Les irá así mejor a los que vivan, pero quizá así se pueda también morir mejor.
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