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Nuestro Derecho necesita cambios. De un lado, porque no puede haber un Derecho inerte para una sociedad viva, a cuyos cambios también las normas se ... tienen que adaptar. De otro, porque tenemos demasiadas normas entre desastrosas y mejorables. Es este un esfuerzo constante, irrenunciable y costoso, que todo Estado debe afrontar. Como quien hubiese de conservar y mantener un edificio fundamental, pero construido hace siglos, con algunos ladrillos milenarios, y con cientos de reformas ya incorporadas. Sin embargo, en vez de planificar y afrontar estas reformas de manera racional, cada vez es más común lo que lleva ya lustros sucediendo: la prelación, dirección y contenido de las reformas viene dado, principalmente, por la actualidad. Y ahora, junto con la purificación de la judicatura, lo que 'toca' es cargarse la acusación popular.
No es esta la primera vez que se propone la reducción de la acusación popular. Hace unos años, cuando el PP estaba arrinconado en los tribunales –por su propia corrupción–, era éste quien proponía su minimización. Llevando ya Pedro más tiempo en el Gobierno que Mariano, esos mismos tribunales cuyas sentencias fueron palanca para la moción de censura de Rajoy, enjuician ahora la limpieza o turbidez del poder ejercido durante esos años. Y, por eso, es ahora cuando 'toca' limitar su ámbito de acción.
Ocurre que los derechos y deberes no son más que hipótesis hasta que alguien concreto los convierte en realidad. Me preguntan con frecuencia alumnos qué ocurre si se conculca un derecho, o se infringe una norma, cuando nadie se entera o reacciona frente a ello. La respuesta es nada. Si, por ejemplo, dejan ustedes en testamento mandas a sus herederos, sin albacea que lo controle ni un posible beneficiario que esté avizor, los herederos podrán hacer lo que quieran sin que el finado vuelva de la tumba para hacer justicia, ni el Estado intervenga para guardar la recta voluntad del que murió. En el ámbito penal, si la víctima, por miedo, por imposibilidad o por conveniencia no quisiera acusar, podría el culpable quedar impune. Y, como los delitos son algo serio que afecta a todos y no sólo a la sola víctima, hace falta que alguien salvaguarde la acusación.
El fiscal debería ser el sujeto idóneo para ocupar ese lugar. En la inmensa mayoría de los casos, así es. Sin embargo, tenemos una fiscalía jerárquica en cuya cúspide está un Fiscal General que, como ya advirtió Pedro Sánchez, pone el gobierno de turno: «¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso...». Es decir, culminado el proceso de putrefacción de nuestras instituciones que llevamos lustros abonando, es confianza ciega el hacerlo en que el fiscal general se acuse –u ordene acusar– a sí mismo cuando se le haya escapado algún secretillo o prevaricacioncilla; o que acuse o a los familiares de su jefe, hagan lo que hagan.
Tener una acusación popular como un posible acusador externo permite que la Justicia pueda actuar en casos que afecten especialmente al poder, aunque no le interesara a quien gobierne ni, por lo tanto, a la Fiscalía que controle. Hubo acusación popular en el 'caso Nóos', cuando se demostró que una infanta no era intocable. También en el 'caso Palau', en el caso Bankia, en el de las tarjetas black, que acabó con Rato y Blesa condenados. En Murcia, tuvo acusación popular el caso Auditorio, que decían que iba a quedar en nada y acabó en condena de tres años al expresidente Pedro Antonio Sánchez. Hasta en los GAL hubo acusación popular.
Por supuesto, la acción popular se puede utilizar de mala fe, para perjudicar con un proceso impostado, motivada por motivos ilegítimos. Por eso, parece cabal que, cuando el juez que hace de garante en todo pleito y ha de evitar que tales excesos sigan adelante constatara una acusación falsa o torticera, cupiera iniciar un proceso contra quien acusó. Como ocurriría con una falsa acusación particular.
Lo peor, en cualquier caso, es que una institución, por discutible que sea, pueda ahora reducirse hasta su práctica desaparición no por un análisis racional, sino por tres casos concretos. Quizá, de forma más honesta y más quirúrgica, podría aprobarse una ley, por supuesto retroactiva, que prohibiese la acusación popular cuando afecte a la esposa, hermano o lacayos directos del presidente. O cualquier acusación contra éstos, en general. Mejor: que se les otorgue directamente la inmunidad. Total, si se les condenara ya se le ordenaría a Cándido que lo arreglara en el Constitucional, haciendo innecesario todo el embrollo del indulto. Cuando el abuso es inevitable, salvemos al menos la verdad.
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