
Después de la DANA
Primero de Derecho ·
Si queremos que en caso de una desgracia los damnificados puedan reparar mejor sus daños, no será el 'Estado' ni las aseguradoras quienes lo paguen, sino los ciudadanosSecciones
Servicios
Destacamos
Primero de Derecho ·
Si queremos que en caso de una desgracia los damnificados puedan reparar mejor sus daños, no será el 'Estado' ni las aseguradoras quienes lo paguen, sino los ciudadanosDespués de la DANA, de la catástrofe, mucho de lo perdido no se podrá recuperar. Al menos una parte sí podrá volver a construirse, aunque no sea algo fácil ni, en lo material, barato de lograr. Es natural, y bueno, desear lo mejor para las víctimas del infortunio, pero aún mejor es desearlo sabiendo que lograrlo cuesta dinero, y quién lo va a pagar.
De forma simplificada podría resumirse en que los perjudicados que tuvieran un seguro cobrarán algo, y los no asegurados algo menos como ayuda económica pública desde la declaración de zona catastrófica (que hubiera sido nada si la política no hubiera emitido tal declaración). Parece muy diferente cobrar a través de un seguro, o de una ayuda pública, pero a veces no son mecanismos tan distintos.
Puede que resulte más sencillo pensarlo respecto al seguro de automóvil, por ser obligatorio para todo conductor. La conducción de vehículos a motor es peligrosa, genera daños y, sobre todo, personas dañadas. En un Estado social, como el nuestro, no se deja a su suerte a los damnificados, sino que, de una u otra forma, deben ser asistidos. Podría pensarse que lo más natural sería una suerte de ayuda pública, como pública es la sanidad, o muchas de las pensiones que existen. Sin embargo, es distinto en el caso de los accidentes de circulación: paga el conductor del vehículo que causó el daño. Paga incluso si lo hizo 'sin querer' (responsabilidad objetiva, consagra la Ley, a pesar de ciertos vaivenes judiciales más frecuentes de lo deseable en este ámbito). Y se le condena a ese pago abrumador porque, como este seguro es obligatorio, se sabe que tendrá detrás a una compañía aseguradora, que será la que pagará.
Hasta aquí parece feliz la cosa: en vez de cargar al Estado con el esfuerzo económico de cubrir esos daños, lo pagarían las aseguradoras (que suelen caer hasta menos simpáticas que el Estado -y solo un poco más que los bancos-). Pero, y esto es lo importante, no lo pagan las aseguradoras en realidad. Lo pagan los asegurados, que serían más o menos los mismos que pagarían un impuesto destinado a cubrir esa función.
Cualquier riesgo es muy distinto para el asegurador que para el asegurado: el ciudadano que contrata un seguro teme un riesgo que no sabe si ocurrirá, y que espera que no suceda. En cambio, para una aseguradora, con miles de clientes, el riesgo es una certeza estadística, que calcula y compensa. Además, las esperables compensaciones del libre mercado quedarán muy matizadas: a la extensa regulación pública de las entidades aseguradoras se añade la limitada competencia efectiva (cuando las cinco principales aseguradoras mantienen más de la mitad de la cuota de mercado), así como la obligatoriedad de determinados seguros -o de partes de los mismos, como las relativas al Consorcio-.
En suma, si en los cálculos globales de la aseguradora aumenta el gasto (porque tuviera que pagar indemnizaciones más altas, por ejemplo), esta aumentará el precio del seguro, que pagarán los asegurados. No se consigue que pague más la empresa, sino que, si queremos cobrar más, vamos a tener que pagarlo entre todos, en la siguiente cuota, de nuestro bolsillo.
Teniendo en cuenta que todos pagamos para paliar el daño, socializándolo, no parece muy distinto a pagar impuestos. Y, si se trata en última instancia de un interés general cubierto por contribuciones de los ciudadanos, ¿por qué no transformarlo en un servicio público costeado por un tributo? Una matemática inocente podría hacer pensar que, sin el ánimo de lucro de la entidad aseguradora, el servicio público ahorraría a los clientes-contribuyentes el pago de ese beneficio industrial que el Estado no necesitaría. Una planificación ingenua podría también hacer pensar que, sin el acicate de los resultados que nutran tal lucro, un servicio público evitaría obstáculos y recortes que no siempre se perciben como justos ni justificados. El que ni una ni otra conclusión nos parezcan reales habla de nuestra fe -o esperanza, o acaso experiencia- en los servicios públicos y en los cauces de tutela administrativa en defensa de los ciudadanos.
De cara a nuestra propia voluntad informada, es honesto saber y aceptar que somos nosotros los que estamos pagando. Si queremos que las -ya casi más mistéricas que inextricables- «tablas de indemnizaciones» de los daños automovilísticos ofrezcan una mayor indemnización, estamos asumiendo que vamos a pagar un seguro más alto. Si queremos que en caso de una desgracia los damnificados puedan reparar mejor sus daños, no será el 'Estado' ni las aseguradoras quienes lo paguen, sino los ciudadanos. Puede parecer más fácil desear el bien si se está dando lo de 'todos' como si fuera de 'nadie'; o darlo como si fuera de 'otros' y no de 'nosotros'; pero en esto, como en casi todo lo demás, ofrecer lo propio es la única verdadera y necesaria solidaridad.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.