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Me parecen irresistibles las historias que contienen, como uno de sus elementos determinantes, un laberinto. Quizás es influjo de las lecturas infantiles o de algún trastorno no diagnosticado, pero son geniales. Los cuentos de 'El Aleph', de Borges claro, 'La casa de Asterión' y 'Los dos reyes y los dos laberintos' deberían ser lugares de peregrinaje, mentales por supuesto. Tampoco estamos para muchos divertimentos de otro tipo últimamente. En cada momento, en cada lectura, en cada ensoñación te acompañan a parajes (re)conocidos, a veces olvidados con la fuerza de la voluntad. Todos tienen en común que es muy fácil perderse y muy difícil encontrarse. Por eso no dejo, desde hace muchas semanas, de imaginar al presidente del Gobierno dentro de uno de ellos. Y, aunque tengo que reconocer que me molesta enormemente que contagie una de mis cosas favoritas, él y casi todos los políticos que conste, no dejo de imaginármelo con muchos minotauros y pocos hilos de Ariadna.
En los modelos parlamentarios, y como han sostenido muchos autores como Riker, un clásico para la Ciencia Política, las elecciones no determinan quién gobierna. Esta es una decisión que depende de las negociaciones entre los partidos con representación parlamentaria. Muchos no entienden este elemento central, o no quieren, e incluso hablan de ilegitimidad de decisiones. Pero están en un error y/o nos quieren engañar. Lo normal en sistemas como el español es que deban realizarse negociaciones entre partidos para poder nombrar, y apoyar, al Gobierno que resulte electo en el Congreso de los Diputados. Cuando un partido no tiene la mayoría suficiente por sí solo precisa de la negociación con otros. Puede ser que se establezca un gobierno en minoría o un gobierno de coalición. En España la situación más frecuente ha sido la de gobiernos minoritarios, hecho que contrasta con países como Suecia, Dinamarca o Noruega, es decir, sistemas similares al nuestro. Desde la transición, estamos habituados a ver que los partidos mayoritarios han negociado con otras formaciones, normalmente nacionalistas, el nombramiento del presidente, los presupuestos generales del Estado o el conjunto de políticas que se han aprobado. Esta es la primera vez, desde la década de los 70, que vivimos con un gobierno de coalición formado por dos partidos que, para más complicación, también está en minoría, lo que ya es el colmo de la excentricidad.
El funcionamiento de los gobiernos de coalición siempre es complejo pero, habitualmente, se mueve por un principio: uno de los partidos es más protagonista que el otro. El diseño del Gobierno, con esa enormidad de vicepresidencias, pareció responder a esta idea, pero el tiempo nos ha mostrado que todo es forma. Los líderes de los dos partidos se mueven en la disputa permanente. Iglesias no renuncia a constituir a Podemos en el partido hegemónico en la izquierda y su estrategia pasa, necesariamente, por lograr ocupar cada vez más espacios tanto en la instrumentación de su programa como en la construcción del relato. Sánchez está más o menos en lo mismo. Parece que Iglesias tiene menos problemas que Sánchez en lograr, aunque para este las críticas sean con sordina, el apoyo unánime a sus propuestas. El acceso de Sánchez al PSOE se acompañó de la expulsión de los espacios de poder de aquellos que no le eran fieles. Lo mismo hizo Iglesias. Pero aun así Sánchez funciona en un partido que, pese a todo, tiene más de 100 años de existencia y eso marca. Esta lucha no tan soterrada entre Iglesias y Sánchez nos hace asistir a escenas más propias del teatro del absurdo que de la acción de un gobierno coordinado y aunque las encuestas están mostrando transferencias de Podemos al PSOE hay que ver si es coyuntural o una tendencia a consolidar.
Hay algo que ambos tienen en común: su interés en que la legislatura se agote. Y la situación generada por la pandemia no parece haber facilitado las cosas al recurrir, por necesidad en algunos casos y por aprovechar el contexto en otras políticas, a los decretos como forma de toma de decisiones. Estamos asistiendo a procesos de negociación totalmente sorpresivos. ¿Qué pasaría si el presidente no lograse sacar adelante el apoyo a un decreto de extensión del estado de alarma? Sin duda se iniciaría un proceso que pasaría por una cuestión de confianza y podría tener un costo muy alto para Sánchez. Eso es lo que explica las negociaciones con Bildu, con Ciudadanos (que ha escrito una carta a los Reyes Magos) y con el lucero del alba si hiciese falta. Cualquier cosa antes que quedarse solo y enfrente del Minotauro del laberinto.
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