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¿Quién tiene el poder?

Pensamos que controlamos nuestras vidas pero son esos grupos los que nos quieren controlar. Depende de nuestra lucidez dejarnos o no

Martes, 18 de febrero 2020, 02:54

Cómo se llega a tener el poder, quién lo tiene y para qué lo usa son la santísima trinidad para la Ciencia Política. En los regímenes democráticos, una de las corrientes de análisis defiende que el poder está distribuido entre todos los ciudadanos que habitan en un territorio. Para los planteamientos pluralistas, el poder está disperso y cada una de las personas tiene una pequeña porción del mismo. Esos individuos se agrupan en función de variables diversas, la más potente de las cuales ha sido, tradicionalmente, la ideología. Los grupos que se constituyen son, o pueden ser, cambiantes en el tiempo y formarse en función de temas variables. Ejemplos típicos son los grupos de votantes que se decantan por un partido político en una elección y que pueden tener en común solo la ideología, al menos de forma temporal. También el que se conforma para luchar por el soterramiento de las vías del tren y a los que les une solo ese interés y en todo lo demás, origen, ideología, clase, sexo, etc… pueden ser totalmente diferentes. Esta es la idea de poder sobre la que están construidas las democracias occidentales y la que, por ejemplo, se festeja cuando los políticos coinciden en destacar que el día electoral es una fiesta, sin tarta eso sí.

Pero ¿realmente el poder está en los ciudadanos? Para los elitistas eso es una falacia. La población está dominada por un grupo, la élite, que es distinta en cada momento y en cada espacio. Para Schumpeter la democracia es un proceso de selección de élites. Los ciudadanos solo sancionan, y así debe ser para él, las decisiones que han sido tomadas por los políticos y sus asociados de forma previa. Los ciudadanos creen que tienen poder y que sus representantes llevan a la práctica sus deseos. Pero no es cierto. Nos guste o no, las democracias occidentales se parecen cada vez más a este modelo de democracia competitiva elitista.

Creemos que el poder está en nuestras manos. Pero no. Está en los grupos que se crean y están ocultos a nuestros ojos. A veces pensamos que esas asociaciones son únicamente económicas; constituidas por los grandes conglomerados empresariales que no podemos identificar con nombres y apellidos. Pero también están aquellos que no tienen solo el poder que deriva de su control de la economía. Están formados por personas que proceden de orígenes profesionales diferentes, o no. Por individuos que han estudiado en las mismas escuelas, o universidades o han pasado las vacaciones en los mismos lugares. Lo que tienen en común es que son los que toman las decisiones al margen de la ley, o por encima de ella. Para ellos no está escrita la norma. La ley está a su servicio, no al contrario. La prevaricación es su estilo de vida. Lo que se ha dado en llamar el ascensor social llega hasta cierto punto. Podemos ser exitosos profesionalmente pero nunca entraremos a formar parte de esos grupos que ejercen el poder en la Administración, las universidades, la Justicia, las asociaciones empresariales, la sociedad en su conjunto. No nos dejarán entrar. El poder sigue oculto y las redes que lo poseen no son visibles aunque, evidentemente, suframos sus efectos. Uno de los autores más relevantes del siglo XX, Marcuse, explicaba cómo las acciones de estas élites nos tenían entretenidos, alienados decía, con centros comerciales y la isla de las tentaciones. Pensamos que controlamos nuestras vidas pero son esos grupos los que nos quieren controlar. Depende de nuestra lucidez dejarnos o no, a pesar del precio que haya que pagar. En Estados Unidos el estudio de estas élites es central en la Ciencia Política. En España estos análisis son muy pocos todavía para entender realmente cómo funciona el poder.

Que la verdad no existe es algo que tenemos claro. La maestría es hacernos ver que eso no es cierto y, sobre todo, que los demás se comportan y creen en la misma mentira que nosotros. Ese juego de espejos que muestran nuestra imagen hasta el infinito, cada vez más difuminada, cada vez menos cierta, es lo que hace con abrumadora belleza el 'Claus y Lucas' de Agota Kristof. Nada es cierto; nada es mentira. Solo es real el poder de esos grupos.

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