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Primero fue la crisis financiera de 2008, en la que la economía mundial se vino abajo, con despidos, cierres de empresas y pérdidas de un impacto terrible en las personas en general. La salida de la crisis fue demasiado lenta y acabó con el Gobierno ' ... culpable socialista' de aquel momento. La entrada del PP fue la oportunidad para llevar a cabo las reformas soñadas por la derecha. Tenían el argumento perfecto y se pusieron manos a la obra, con la reforma laboral de 2012, que provocó un desequilibrio total en las relaciones laborales, en la negociación colectiva, la rebaja de los despidos y la reducción de garantías en los expedientes colectivos, dando facilidades para los descuelgues de las empresas o la reducción de las prestaciones de desempleo.
Estas reformas del miedo fueron aprovechadas por los empresarios de este país, y por ende de la Región, para desregular todas las relaciones laborales y en especial la negociación colectiva, espacio donde los trabajadores históricamente hemos podido plantear nuestras reivindicaciones y mejorar nuestras condiciones de vida. Una situación que continúa a día de hoy.
Años después llegó la Covid y, cuando salíamos de la crisis financiera y recuperábamos el aliento, la pandemia mundial con sus respectivas olas hizo que dijeran que no era momento de reclamar mejoras ni complementos (buen momento, eso sí, para consolidar la idea cultural de que con la crisis no podemos incrementar los salarios). No había tiempo para nada que no fuera la logística y hablar de salud laboral, era casi traición a la patria plantear mejoras. Por cierto que, bajo ese paraguas del esfuerzo por la ciudadanía a cambio de nada, solo por ser patriotas, aún tenemos al sector sanitario, tan aplaudido durante el confinamiento, precarizado pidiendo protección.
Después llegó la guerra en Ucrania con la consiguiente crisis del petróleo, la energía y los IPC disparados hasta cifras por encima del 10%, y de nuevo los ciudadanos debemos abrocharnos el cinturón, mientras los bancos, las energéticas y las grandes superficies, entre otros, multiplican beneficios de una forma que podríamos denominar insolidaria y vergonzosa. Ahora, parece que la inflación de los precios solo afecta a las empresas y, de nuevo, volvemos al debate ideológico de si subidas sí o no de los salarios. Las empresas, algunas de las cuales han llegado a puntos álgidos de beneficios durante estos duros años, ahora se niegan, no ya a aplicar la subida del IPC, sino a sentarse a negociar con los representantes legales de las personas trabajadoras.
Y justo aquí, en este punto, es donde el supuesto plan sin fisuras hace agua. Porque si ahogas a la clase trabajadora hasta el punto de que su sueldo, ese que hace unos años daba para pequeños extras, no llega para pagar la vivienda, la cesta de la compra y los gastos de energía y agua de una familia, ¿quién va comprar en sus tiendas, dormir en sus hoteles, ir a sus gimnasios o comer en sus restaurantes?
Esto no va solo de subir los salarios a las personas trabajadoras, va de que el pequeño comercio y los autónomos puedan salir adelante con sus negocios, esos que venden y trabajan en el pueblo o en la calle de una ciudad, esos que se ven agobiados por las decisiones de los políticos en favor de los más grandes.
Cuando las condiciones se tornan precarias, cuando una persona trabajadora no puede sostener sus propios gastos, cuando los servicios públicos escasean, los beneficios fiscales aumentan para aquellos que más tienen, y los márgenes de beneficio empresarial, no solo no bajan, sino que aumentan... Cuando la negociación colectiva es imposible para conseguir justicia social, entonces, habrá que prepararse para tomarla. #SalarioOconflicto.
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