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El otro día vi una película americana, 'Lucy in the Sky', en la que la protagonista (Natalie Portman) es una astronauta que realiza un paseo espacial. Desde allá arriba las cosas las ve de manera distinta. Atrapada por la grandiosidad del cosmos, su mirada transmite un estado de emoción del que no podrá sustraerse cuando regresa a la Tierra. El conflicto de esta historia, al parecer basada en hechos reales, es el de la difícil adaptación a lo cotidiano cuando has advertido la pequeñez de tu realidad y la de cuanto te rodea. A la pobre le cuesta un mundo ser corriente en un medio corriente, cuando su experiencia ha sido, por así decirlo, extraordinaria.
Algo parecido, salvando las distancias, claro, me pasaba a mí cuando, en los veranos de mi vida universitaria, me iba con los compañeros del TEU a recorrer regiones perdidas de la mano de Dios para hacer teatro. A los dos días habíamos perdido el hábito de nuestras casas, nuestros padres, nuestros paseos, nuestros bares, al encontrarte en una actividad absolutamente distinta. Se trataba de montar y desmontar todos los días un escenario, convivir con aquellas gentes que nada tenían que ver con nosotros, comer con ellos y, por la noche, hacerles una comedia. Cuando la gira terminaba, y volvíamos a nuestra realidad, nos costaba un mundo entrar en la normalidad cotidiana.
La diferencia entre realidades es un motivo recurrente en muchos aspectos de nuestra existencia. La distancia entre lo que uno cree ser y lo que es. Esto es un problema de primera magnitud para quienes sufren el síndrome de no saber ver su contexto; ven otro que, a veces, en nada se parece. Por poner un ejemplo exagerado, aquellos que se creen Napoleón, uno de los síndromes de personalidad más tópicos, al que los humoristas le han dedicado 'bonaparte' de sus chistes. En otro orden de cosas, Puigdemont y los suyos se creyeron independientes antes de que su situación real lo demostrara.
Mi maestro Mariano Baquero estudió este efecto de distanciarse de la realidad (no sé si llamarlo también psicológico) en la literatura. Y no solo en la española, con Cervantes y Galdós a la cabeza, sino en la universal. Nunca se me olvidarán sus clases en las que explicaba cómo Jonathan Swift te hacía ver un mundo de gigantes, cuando Gulliver estaba con los liliputienses, o un mundo de liliputienses, cuando estaba con los gigantes. Todo es cuestión de perspectiva, decía y sigue diciendo Baquero. Una perspectiva que ocasiona un contraste entre la realidad que tienes y la que crees tener. ¡Cuánto me ha servido esta enseñanza en mi vida, aplicada no solo a la literatura sino también a todo cuanto nos rodea!
Cada vez que veo a alguien fuera de su realidad no puedo por menos que pensar en que carece de perspectiva. Yo no sé si mirarnos todos con mascarillas por la calle, tiendas, restaurantes que resisten la situación, sentados en los teatros o cines en la proporción que mandan los cánones, aulas o talleres, nos sitúa en una realidad no por inesperada menos auténtica. Una nueva normalidad tan anormal que nos hace perder los papeles. Más a unos que a otros, claro está. Como ese señor que reclama airado a otro con el que se cruza que se ponga la mascarilla pues las normas lo exigen. O esa señora que se horroriza cuando estás cerca de ella en la frutería cogiendo tomates, porque piensa que la vas a contagiar a pesar de ir debidamente protegidos. O ese político que contesta cosas totalmente distintas a las que le pregunta el periodista para no reconocer determinadas tachas de su partido y creer que, de esa manera, además de gracioso, es inteligente.
Quiero pensar que todo no es normal, sino producto de la crispación en la que vive esta sociedad a la que le ha caído el tener que coexistir con un virus que se resiste a desaparecer. Cuando, pasados los años, ese señor analice su reacción; o esa señora recapacite sobre la tontería que supuso pelearse con medio mundo por temer el contagio, o ese político sienta que metió la pata con sus bromas de mal gusto, será porque manejan una nueva perspectiva para evaluar las cosas de otra manera. Entonces sabrán que no merece la pena perder los papeles, y ponerse en evidencia; la vida te suele dar nuevas oportunidades. Salvo para los ceporros que creen que el mundo se acaba en una discusión callejera o en un debate parlamentario.
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