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Entre tantas cosas como deseamos estos días, una particularmente añorada es poder apreciar la sonrisa en la cara de los demás. Oculta la fisonomía a la contemplación ajena, velada en su mitad tras la mascarilla protectora, la visión de los demás rostros se limita a la zona de la frente y los ojos. No solo quedamos privados de estimar las muestras de alegría en el semblante, sino de percibir las más diversas manifestaciones faciales, mediante las cuales exteriorizamos emociones y sentimientos de júbilo, asombro, tristeza, miedo o ira. Es la consecuencia de esconder parte de los componentes de la cara, esenciales para hacer visible al prójimo, sin necesidad de palabras, las conmociones de nuestra intimidad. La conjunción armónica de los músculos que agrandan o estrechan la cavidad de la boca, mueven los labios, contraen los surcos alrededor de la nariz, conforman un todo unitario. Semejantes oscilaciones musculares moldean un asombroso muestrario de emociones, son un escaparate para la mirada ajena, mediante el cual nos forjamos una idea del estado de ánimo de nuestro interlocutor.
Nos ocultamos tras la red protectora de las mascarillas para filtrar las partículas suspendidas en el aire, que han irrumpido omnipresentes, como signo visible de la epidemia que nos asola. Se han incorporado como un elemento más en nuestros hábitos. Esperemos que esta privación de mostrar el rostro –ojalá que temporal y breve–, hurtándonos exhibir nuestros sentimientos y que nos distingue como individuos, no acarree una casi uniforme despersonalización. Máscaras ambulantes e inexpresivas, cuando el significado de máscara en el teatro clásico griego –elemento con el que se tapaban los actores en las representaciones– simbolizaba lo contrario: persona o personaje. No es cuestión baladí, para la vida en común, poder ver los rostros ajenos. Desvelar las caras sería uno de los fines que conllevaría una cierta normalidad, rindiendo beneficios sociales indudables.
En este curso acelerado de medidas higiénicas para evitar contagios, el consenso y la aceptación ciudadana han sido unánimes. También en cuestiones como el distanciamiento social, la adopción de nuevos hábitos sobre toser y estornudar en la flexura del codo y algo tan simple, pero de extraordinaria utilidad, como el lavado frecuente de las manos. Sin embargo, en esta conformidad con la voz de los expertos, no ha faltado la polémica. Principalmente, la conveniencia y posterior obligatoriedad de utilizar la mascarilla de protección respiratoria en todas las ocasiones, no solo en las recomendadas en espacios públicos cerrados o en el transporte. Hemos soportado una considerable cantidad de mensajes contradictorios, formulados por teóricos versados en la materia, sin una postura única, definida y razonada. De ahí que el desconcertado ciudadano no sepa a qué atenerse. Salvando las distancias, todo esto recuerda las interminables disputas de la época bizantina, en la que se discutían sin solución de continuidad las cuestiones más peregrinas. Aunque ahora la polémica es de cariz más preocupante, como para enfrascarse en disquisiciones sobre conceptos o palabras. Lo malo es que se pueda provocar una pérdida de confianza en las recomendaciones de los profesionales encargados de velar por la salud pública.
Nos ajustaremos a las decisiones de la autoridad –pues a todo nos acostumbramos–, con tal de evitar una enfermedad infecciosa como esta. Sin entrar en honduras, parece probado que interponer una barrera puede, hasta cierto punto, evitar que penetren los virus en el organismo sano. Sería esta una contrariedad que se genera al toser, estornudar o incluso hablar cuando se expelen diminutas gotitas de saliva, que pueden transportar partículas virales y flotar en el ambiente. Y, en caso de inhalarlas, causar una enfermedad respiratoria. Se trata de un mecanismo conocido como gotitas de Flügee, por el autor de ese nombre. Fue descubierta su acción a raíz de la prevalente tuberculosis en el siglo XIX, por este estrecho colaborador de Robert Koch, descubridor del bacilo de la tisis.
Instalados en la controversia y las dudas sobre la eficacia y conveniencia de la mascarilla, no resultaría por completo rechazable considerar su uso generalizado en todas las actividades, mientras el peligro oculto flote en el ambiente. Con mayor razón ante la falta de una vacuna eficaz y el temor de un rebrote, que obligaría a reinstaurar medidas de control social. Quizás convendría resaltar que la mascarilla, lucida por la calle, pudiera tener un valor añadido como símbolo. Como señal de pertenencia a un grupo que comparte el interés común por salvaguardar la salud de la comunidad. Es una manera de manifestar que algo, aunque invisible a los ojos, está presente y creemos en su capacidad de infectarnos. Sus consecuencias son patentes, están a la vista: reales y muy penosas para tantos afectados por el coronavirus.
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