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García Márquez sentenció laudatorio que «no hay otro oficio como el periodismo», y correlativo en la misma frase lamentó lapidario que «¡aunque se sufra como un perro!». El delicado ministerio del periodismo precipita a sus ejercientes hacia tres formas innatas de autodestrucción. 'Las 3Ds': divorcio, dipsomanía, depresión. En estos tiempos de cólera, a esos tres tormentos intrínsecos a las duras porfías se suman tres afecciones exógenas: desempleo, coerción y desprestigio institucional. Al conmemorarse recientemente el Día Mundial de la Libertad de Prensa, conviene denunciarlas y desear su erradicación.
En primer lugar, la epidemia del desempleo es la desembocadura perversa a una década de sangría económica y debilitamiento empresarial de los medios tradicionales, precarizados. La triple arremetida de la crisis financiera, la inaplazable transición de los modelos de negocio hacia la digitalización y la insostenible 'gratuidad' malbaratadora que exige un consumidor malacostumbrado, se han sustanciado en necrológicas para cientos de medios. En su lugar, frente al periodismo reglado profesional surge uno 'de supervivencia', 'low cost', alentado en internet mediante un engrudo polimorfo y babeliano de redes sociales, blogs o medios digitales de escaso empaque en lo empresarial y dudoso rigor en lo periodístico. Desde este ecosistema digital purulento se fomenta sin trabas el bulo o la 'fake-news'. Es el Edén de la 'postverdad' sobre la que teorizase visionario el profesor Harry G. Frankfurt en su obra seminal de 1986 'La Teoría de la Sandez'. En esa geografía difusa, vaporosa y líquida operan agentes maliciosos con agendas ocultas, e inusitado éxito. Basten algunos datos: seis de cada diez americanos se informan exclusivamente a través de Facebook. Informes oficiales elevan hasta 150 millones los votantes norteamericanos 'intoxicados' en las presidenciales de 2016 por las campañas masivas de 'fake-news' aventadas desde Rusia. Hasta 63 millones de votos podrían haberse decantado a favor de Trump como resultado de esa penetración torticera.
En segundo lugar, los atentados al ejercicio del periodismo mediante la coerción han adquirido tintes pandémicos por su extensión, y formas orwellianas por su sofisticación. Una versión descarnada la localizamos en países donde no existe prensa libre, la criminalidad organizada impera o el terrorismo impone la mordaza con una mezcla sañuda de extorsiones y ejecuciones. Países como China, Irán, Siria, Egipto o Arabia Saudita presentan entornos 'corrosivos' a la libertad de expresión. Luctuoso sin parangón el asesinato de Estado del periodista disidente saudí Yamal Khashoggi. En México, los cárteles masacran con impunidad a los periodistas que les incomodan. El Estado Islámico se enconó fratricida con medios y corresponsales. De inusitada brutalidad el aniquilamiento en masa de la redacción del magazine satírico 'Charlie Hebdo' en París por uno de sus escuadrones. En suma, el pasado año fueron asesinados 83 informadores. En 2020, hay encarcelados 169 periodistas y 149 internautas.
Un segundo nivel de hostigamiento menos deletéreo aunque igual de liberticida se observa en las así llamadas 'seudo-democracias'. Países como Turquía, Filipinas, India o Rusia, presentan entornos 'hostiles' a la libertad de prensa. En estos países los medios públicos están dirigidos, los periodistas de los privados son censurados y los contestatarios penalizados.
Por último, una práctica aberrante ha enraizado en democracias consolidadas: el desprestigio institucional. En USA, Donald Trump es heraldo planetario de unas formas especialmente toscas y una dialéctica especialmente abrupta en su relación con los medios: «Los periodistas son el enemigo del pueblo», clamó en la campaña de 2016. Ya presidente nominalizó: «Los principales enemigos de USA son hoy la CBS, la NBC, 'The Washington Post' y 'The New York Times'». En América Latina, el presidente de Brasil, Jahir Bolsonaro, tilda a los medios de «tendenciosos», «tergiversadores» y prescindibles. No queda indemne a esta oleada represiva la otrora escrupulosa Unión Europea.
En ciertos países miembros de la UE los intentos de sojuzgar o desacreditar a los medios son recurrentes. Extremo, el caso de Víctor Orban en Hungría, que lamina a los medios mediante leyes inicuas. Pintoresco Milos Zeman, presidente de la República Checa, que compareció en una rueda de prensa empuñando una imitación del fúsil Kalashnikov en la que se leía: '¡Para los periodistas!'. Procaz Robert Fico, primer ministro eslovaco, que calificó a los informadores de «sucias prostitutas antieslovacas». A España ha llegado el contagio.
Un reciente informe de Reporteros sin Fronteras incide sobre la deriva entre frívola y alarmante de un Gobierno español que ha restringido y tamizado las preguntas en ruedas de prensa, envidado en una encuesta del CIS con la figurativa aunque pavorosa noción anticonstitucional de decretar la prohibición de informaciones 'no oficiales', y tal vez instruido a la Guardia Civil para que persiga campañas en red que le perjudiquen. Cabe enfatizar que el artículo 21.2 de la Ley Orgánica 4/81, que regula los estados de alarma, excepción o sitio, taxativamente prohíbe las restricciones a la libertad de expresión. Asistimos en Europa a la emulsión de movimientos y partidos populistas antisistema que estigmatizan a los medios como partes de una estructura institucional corrupta.
Cierto, los medios de comunicación no son entidades arcangélicas, ni sus propietarios necesariamente criaturas seráficas, ni los periodistas en toda ocasión entes feéricos motivados por el amor desinteresado al prójimo. Y, sin embargo, el periodismo de calidad que enaltece a la ciudadanía contiene ingénito el apego a la veracidad y la aspiración a la verdad. Sin ese periodismo responsable y libre no cabe una democracia aseada. Dando las gracias a los informadores que ejercen con rigor y riesgo en estos tiempos de cólera, merece la pena rendirles tributo.
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