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Los que ya nos encontramos en el crepúsculo de nuestra vida, como es el caso de los integrantes de este grupo de opinión, disponemos de ... la suficiente perspectiva para contemplar con más claridad los cambios evolutivos de los que hemos sido testigos, cambios que, aunque son imperceptibles de un día para otro, sí son advertidos con nitidez cuando se toma la necesaria distancia temporal.
Empezando por el cambio más notable y más cercano, que es el de nuestro propio cuerpo. El paso del tiempo va dejando su huella física, abriendo cada vez más grietas, pero este deterioro físico es compensado con una mayor experiencia, que, casi siempre, es sinónimo de sabiduría.
La evolución no afecta solo a la materia, sino que también ejerce su influencia sobre los intangibles, como las ideas, las modas, la forma de vestir, nuevas palabras que se añaden a nuestro vocabulario, etc. No obstante, existen otros intangibles, que no deberían ser objeto de los vaivenes de la evolución, pues forman parte del núcleo central de la estructura, tanto del individuo como de la sociedad. Nos referimos a los valores y principios, que nos distinguen como seres humanos, valores inmarchitables, que permanecen a lo largo del tiempo.
Uno de esos valores, que está íntimamente vinculado a la especie humana, es el respeto que nos debemos unos a otros, precisamente porque todos nos igualamos en dignidad. El respeto mutuo es la base de nuestra civilización, es el pilar en el que se sustenta nuestro sistema de convivencia. La falta de respeto nos conduce directamente a la selva, donde predomina la ley del más fuerte.
El respeto ha sido uno de los valores que hemos heredado de nuestros padres siguiendo la tradición y que, con mayor o menor éxito, hemos practicado en las diferentes etapas de nuestras vidas (adolescencia, juventud y madurez). Nuestros profesores, los médicos, los policías, los sacerdotes, las personas mayores, etc., eran usuales destinatarios de nuestro máximo respeto.
Sin embargo, observamos, no sin cierta tristeza, que ese respeto, que debería presidir nuestras relaciones interpersonales, se va diluyendo como el azucarillo lo hace al echarlo a la taza de café. Estamos asistiendo en directo a la muerte del respeto. ¿Cómo puede haber sucedido esto?
Si dirigimos nuestra mirada a la casa de la nación, es decir, al Parlamento nacional, sede de la representación de todos los ciudadanos y espejo donde todos nos miramos, observamos, no sin cierto lamento, el claro y progresivo deterioro de las formas, tan importantes en un Estado democrático. La fina y acerada ironía ha dado paso a un lenguaje ramplón, de baja estofa; la aguda y elegante réplica se ha transmutado en contrarréplica zafia y grosera; a argumentos de grueso calibre se les responde con el consabido contraargumento de «y tú más».
Claro, si estas son las formas en las que se desenvuelven los padres de la patria, que deberían ofrecer a todos los ciudadanos el correcto comportamiento paradigmático, ¿qué se puede esperar de la gente de a pie, que observamos atónitos los bochornosos espectáculos que nos ofrecen en cada sesión parlamentaria?
De esas raíces se derivan tristes consecuencias, impensables hace unas décadas, como que los alumnos se rebelen e incluso agredan a su profesor; o que algún paciente o familiar del mismo se muestre violento con su médico; o que la comprensiva crítica a la sentencia de un juez rebase los prudentes límites, para convertirse en acoso. Y no digamos sobre las continuas ausencias de respeto que recorren las autovías de las redes sociales, muchas de ellas amparadas en un oscuro anonimato.
Vivimos tiempos amargos, en los que la polarización de la sociedad se ha acentuado, lo que nos hace volvernos más intransigentes y menos tolerantes, desembocando en una falta de respeto al que tiene ideas políticas distintas, al seguidor del equipo adversario de fútbol, al inmigrante que llega buscando una vida mejor, a las sentencias judiciales contrarias a nuestros particulares intereses, etc.
No es que hayamos abandonado la amabilidad en nuestro comportamiento, es que ya hemos dejado a un lado hasta el más mínimo esbozo de cortesía. No somos capaces de disentir unos de otros sin terminar aborreciéndonos. El sereno y cortés debate lo hemos sustituido por la discusión bronca. Y ya sabemos que en una discusión no gana nadie, ambas partes pierden.
Lo triste e inquietante de esta progresiva falta de respeto mutuo es que se está convirtiendo en aceptable por gran parte de la sociedad, en algo convencional. Más aún, el faltante al respeto se siente moralmente justificado por hacer aquello que, tradicionalmente, nos parecía condenable. Unos se justifican en una enloquecida interpretación de una determinada fe religiosa; otros, como la reciente invasión rusa a la soberana Ucrania, por el temor a verse presuntamente rodeada de países hostiles; otros por arrogarse verdades supuestamente absolutas ante quienes no piensan igual, etc. El irrespetuoso siempre encuentra un argumento que justifique sus acciones. Sin embargo, la falta de respeto es un signo infalible de que el irrespetuoso no lleva la razón. La falta de respeto es un signo de la escasa categoría moral del individuo que la ejerce.
Sería deseable que, aprovechando el carrusel de leyes de Educación que se vienen sucediendo en España, implantaran y se cursara la asignatura de cortesía, educación y respeto a los demás. Nuestra convivencia pacífica y amable saldría muy favorecida.
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