El refugio de Notre Dame
Apuntes desde la Bastilla ·
Ahora que se abren de nuevo las puertas de la catedral, los amantes de París sabemos que la ciudad vuelve a su lugar original, al punto cero de su historiaSecciones
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Apuntes desde la Bastilla ·
Ahora que se abren de nuevo las puertas de la catedral, los amantes de París sabemos que la ciudad vuelve a su lugar original, al punto cero de su historiaEn los años que viví en París, Notre Dame era un refugio. Solíamos caminar distraídos por la ribera del Sena, o atravesando Saint Germain para ... cruzar uno de los puentes de la isla de la Citè, a la salida de la Universidad. Siempre había una perspectiva diferente con la que encontrarnos. Allí estaba su piedra blanca, amarfilada por el paso de los siglos y las manifestaciones. Uno de nosotros comentó que la catedral parecía un hallazgo en mitad de la ciudad, como una especie de fósil desenterrado, con sus huesos expuestos perfectamente, sus vértebras, las columnas que soportan sus bóvedas apuntadas y la aguja como lugar más elegante del mundo. No podíamos pasar por alto su silueta. Hablo de un tiempo en el que apenas hacía falta colas para acceder a los templos. Deambulábamos por sus naves y admirábamos su vidrieras como si de su luz se desprendiera un lenguaje de dioses de colores. En invierno buscábamos el calor. En verano, el fresco, a Juana de Arco triunfante y el sepulcro que guarda un arzobispo, con una calavera saliendo de la tumba. Todo eso era Notre Dame, un refugio, un hogar. Parte esencial de mi cuerpo de aquellos días.
Cuando en la Semana Santa de 2019 las llamas consumieron el edificio, yo estaba de viaje en Marruecos. Observé la noticia por internet en Fez, con una sensación de irrealidad que aún no me ha abandonado. Notre Dame nunca se quemó para mí. Sigue erguida con su piedra blanca antigua, con las mismas arrugas en las baldosas que hacían tropezar a los ancianos cuando acudían al altar mayor. No he vuelto a París salvo en un viaje esporádico para saldar cuentas con la memoria, antes del incendio (un mes antes), por eso la catedral se ha saltado todos los estratos del dolor que han sido públicos para el resto de los mortales. El incendio de Notre Dame es una negación para mí, la avaricia del egoísmo, tal vez, la constatación de que las ciudades, sin nosotros, crecen, se destruyen y encaminan su vida sin necesitarnos. No somos nada para ellas y, sin embargo, ellas son todo para nosotros. A mí eso me costó cerrar los ojos durante el incendio y abrirlos ahora.
No sé si alguien ha dicho ya que Notre Dame representa el corazón de Francia. Desde luego, podríamos discutir mucho sobre el significado de la palabra Francia, de su existencia en el tiempo y los límites sentimentales de sus dominios, pero lo que es infalible reaparece hoy flamante, con el brillo de siglos anteriores (siglos que nosotros no hemos conocido), con una pose de firmeza que lanza un mensaje para el futuro: podrán los fuegos acosar los días de nuestros presente, pero Notre Dame seguirá marcando las horas del reloj vital de la ciudad, seguirán desafiando a las nubes y los rascacielos modernos su hegemonía sentimental.
Es corazón, pero también memoria. Notre Dame es patrimonio universal. Trasciende cualquier perspectiva ideológica desde la que se afronte. Cuando Europa tenía miedo a circular por sus vías, entre bosques y guerras, la catedral ya se alzaba para recordarnos no solamente el tamaño de lo humano con respecto a la casa de Dios, sino la capacidad del hombre de construir por encima de sus dimensiones. Notre Dame ha sido luz en épocas oscuras. Se quiso guillotinar a todo un Dios y promover el culto a la razón en sus altares, ignorantes los revolucionarios de que a Dios no se le puede matar, y que ni el fuego es capaz de quemar sus recuerdos. La iglesia se convirtió en patrimonio literario desde una reivindicación, la de Victor Hugo para denunciar su pésimo estado de conservación. Entre gárgolas y tumbas, su planta se ha mecido durante ocho siglos por las dos ramas del Sena, que crean una isla tan exuberante en la que los pobres bebíamos vino barato sentados en sus riberas. Admirarla era gratis. Ser feliz a su lado es cuestión de paciencia.
Ojalá nuestros dirigentes entendiesen que Notre Dame es mucho más que un templo religioso. Significa el hogar de todos aquellos que aman la belleza, que buscan el consuelo de sus vidas en el arte, en la historia de una piedra que ha sufrido, como la humanidad, y que se ha rehecho, como el ser humano. Ahora que se abren de nuevo las puertas de la catedral, los amantes de París sabemos que la ciudad vuelve a su lugar original, al punto cero de su historia. Pasarán los siglos y se olvidarán nombres que ahora pesan como plomo en los bolsillos. Las coronas de los reyes se oxidarán. Los presidentes republicanos aspirarán, apenas, a acercarse a los muros del Panteón. El paso del tiempo volatilizará los rostros de la fama, desde los futbolistas hasta los guerrilleros, de la misma manera que no somos capaces de identificar ningún nombre de nuestro árbol genealógico. Pero Notre Dame quedará. Ya es la memoria de las generaciones futuras. Hoy vuelve a ser mi refugio ante la soledad, ante la brutalidad de los días. Tal vez sea el momento de volver.
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