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Han abierto una nueva cafetería de especialidad en el barrio. No es la primera. Promete no ser la última. Como plagas bíblicas, los comercios se ... multiplican una vez que sucede el destello original. Sucedió con las tiendas de vapers, las yogurterías, las confiterías de gofres con formas fálicas y ahora sufrimos la fiebre del café de especialidad. Larga vida al líquido amargo que bebiera el pobre Pedro Páez en su cautiverio por Arabia. Si a los soldados austriacos que entraron en la jaima del sultán otomano durante el asedio de Viena les hubieran dicho que podrían haberse hecho ricos con los sacos de café que encontraron, habrían dejado las lanzas de inmediato. Pero les faltaba perspectiva. Y mercadotecnia.
El miércoles entré a trabajar tarde y decidí darme un homenaje. Un día es un día. ¿A quién le puede amargar un café? Descarté la insulsa tostada calentada con bostezos y el zumo exprimido por mí mismo. El miércoles decidí ser un pasha y que me sirvieran el desayuno. Fui junto a mi mujer dispuesto a dejarme seducir por los nuevos sabores, tan viejos en el mundo. ¿Qué puede tener de novedoso un café? Pero mi escepticismo no pudo conmigo. Ahí estaba yo. Nueve de la mañana, porque antes no abría, cogiendo una mesa esquinada, bajo las pálidas luces de un día de lluvia y observando a los viandantes pasar, tan lejos del paraíso del café
La carta era un tratado de cafeología. Antes de llegar a los tipos y modelos, debía leer un evangelio donde se me alertaba de la importancia del momento sublime. No solo estaba a punto de tomarme un café, sino que con ese gesto me concienciaría de la importancia del trabajo comunitario en las regiones cafeteras de América, de las raíces históricas del Perú precolombino y del comercio justo que se activa, irresolublemente, cuando mis labios acarician la crema que se agita en el vaso. Todo un destello de lectura, tan temprano, con el estómago vacío. Pedir un café en esas condiciones requiere mucha valentía, así que me sentí abrumado por tanta letra y fui saltándome párrafos hasta encontrar la chicha.
Le comentaba a mi mujer que soy amante del optimismo, que la enésima cafetería abierta en el barrio que promete la excelencia es directamente proporcional al número de kioscos que cierran. Hubo un tiempo no tan lejano en que las dos fuerzas coincidían siempre en el desayuno, café y periódico, y yo llegué demasiado tarde a lo segundo y demasiado escéptico a lo primero. La camarera no escuchaba mis dudas, pero acudió a tomarnos nota con parsimonia. Tomar café es un acto de fe en estos términos, así que el cliente necesita relajación para decidir bien.
No tenían descafeinado. Al parecer, en estas esferas, el café descafeinado es como la cerveza sin alcohol, un refugio de los mediocres. Había, sin embargo, leche de avena, de avellana, de soja y de coco, incluso leche sin leche, así como todo tipo de tés medicinales, indios y paquistaníes, para no provocar conflictos, pero café sin cafeína sonaba a anatema. «No lo trabajamos», me dijo la chica, y el verbo trabajar adquirió una nueva función para mí. Yo, que esa mañana estaba faltando al trabajo. Qué maldición.
Pedimos un zumo de naranja cada uno y pancake, a falta de tostadas. El pancake me sonaba a película de Woody Allen, si Woody Allen hubiese rodado un desayuno en sus películas. El mío llevaba mermelada de peras dulces. Dejé de soñar. Se trataba de una masa con forma de tortitas con tres rodajas de pera y un chocolate a modo de muestra en un borde del plato. Pensaba que nos encontrábamos en la era del aguacate y del pan de centeno. Para las cafeterías de especialidad eso ya debe de ser prehistoria.
La travesía en el desierto duró una hora. Experiencia gastronómica, la llamó la camarera, sonriente, consciente de estar salvando de la esclavitud a cinco niños peruanos gracias a nuestra consumición. El precio estuvo acorde con la inflación y la responsabilidad de contribuir a un mundo mejor. Por 30 euros, le plantamos cara a los aranceles de Trump, combatimos el cambio climático (los vasos eran de cartón), luchamos contra la extrema derecha de los mercados (comercio justo, estaba escrito en las servilletas) y llenamos el barrio (bueno, una mesa) de clientes que al menos saben español y no esperan la hora del 'freetour'. 30 euros de impuesto revolucionario por un café que no tenían, por un desayuno que sabía a expulsión del paraíso. 30 euros para comprobar, con fría desesperación, que el barrio se ha convertido en un parque temático en el que nosotros, los que desayunamos tostadas y café de cápsulas en una taza cualquiera, somos los operarios que recogen la basura y apagan las luces al salir. Pero que siga la fiesta en todos los idiomas. Café de especialidad para todos.
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