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A cada acción su reacción. Es el sino de los tiempos, de los que nos vanagloriamos de haber enterrado a los dioses y caminar por ... el mundo despojados de creencias, tan laicos, tan atrevidos y seguros, modernamente solitarios. Las iglesias se vacían y se llenan las calles al paso de un Cristo, con el bamboleo de una Virgen que alcanza en el silencio de la noche su momento escogido. No encierra contradicción posible este hecho. La sociedad reclama el aire de las plazas y no el sermón, la devoción popular y libre, y no el dogma enclaustrado. La fe no se cuestiona y cada uno hace lo que puede para acercarla y despojarse de ella. Más allá de debates teologales, durante esta semana, España prueba ser una suerte de Jerusalén de hace dos mil años y los ciudadanos de Sevilla, Murcia, Valladolid, Zamora o Lorca imitan ese gesto ancestral tan humano: traicionan o perdonan, son fariseos o fieles discípulos, escuchan cantar al gallo o preparan los clavos y los maderos, pero todos acompañan a un hombre desnudo a morir en la cruz.
Aquello que nació en Trento aún sigue conmocionando las calles de toda España. Tan modernos que somos, oye. La Semana Santa es la fiesta por antonomasia de un país acostumbrado a vivir hacia afuera, a exteriorizar el alma y los complejos en el barrio, a mostrarle al vecino los sentimientos más íntimos aunque luego no lo salude en el ascensor. La Semana de Pasión irrumpe como caída del cielo, a pesar de prepararse con esmero durante todo el año. Explota sin que haya un por qué. Volvemos a la vida, nos dicen los antropólogos, expertos en resurrecciones, en devolver al ser humano un aspecto racional que se pierde cada cierto tiempo. ¿Qué representamos durante esta semana? ¿La muerte de Cristo o la potencia de un pueblo unido para guardar silencio ante el inexplicable misterio de nuestra existencia?
Trento seguirá vivo en nosotros, en nuestra geografía sentimental, en cada esquina de las calles, porque las Semanas Santas se acumulan en los ojos de los ciudadanos con una necesidad infantil. El desenlace siempre es el mismo, y aún así, salimos a la calle, esperamos durante horas por si el final contradice a la lógica, a la historia y a la costumbre. Muere Jesús crucificado, nos dicen los textos y la memoria, pero el observador del rito aún guarda la esperanza de que esa muerte sea pasajera, breve, una muerte reparadora, unas horas de silencio para resurgir de nuevo con toda la luz del mundo. Si lo vemos en los campos, en las flores, en el humor de los transeúntes que nos cruzamos y en el cielo, que alarga sus horas de claridad, ¿por qué no sucederá también con nosotros?
Es imparable. Nada puede detener que salgamos a la calle a celebrar la vida, vistiéndola de muerte. Los nuevos tiempos se tornan en viejos cuando sale la primera imagen a la calle. La historia de Occidente se resume en una carrera sin descanso por abandonar las tinieblas de las creencias, como gustaban llamar a los ilustrados, para alcanzar la luz de la razón. Pero un crucificado en la calle, sea uno creyente, agnóstico o ateo, barre de un plumazo la Ilustración y nos sumerge de nuevo en los instintos originales. No hay más que emoción íntima, recuerdo fiel, memoria de pertenecer a un grupo humano, a un apellido, a un linaje de sombras, el de los familiares fallecidos. Junto al paso del crucificado se evaporan las leyes de la naturaleza y la razón, sin remordimientos ni deudas. El ser humano concita en su interior un elemento espiritual, que no un espíritu. Somos sentimiento, memoria de lo vivido. La cruz nos da esperanzas de que volveremos algún día a ese rincón de la memoria donde fuimos felices.
Por eso la Semana Santa es la mayor seña de identidad de un país que se esfuerza en ser descreído, tan moderno que abraza nuevos dioses sin tradición y que desprecia a los de sus mayores. Las calles, durante la Semana de Pasión, se muestran abarrotadas, ya sea para presenciar la madera hecha carne que ideara Martínez Montañez o el rostro compungido de una Virgen de José Capuz. El español sabe que para ver la muerte de Jesús no debe acudir al Gólgota, en la lejana Jerusalén, sino que le basta con asistir, cada Viernes Santo, al silencio de sus calles, al estremecimiento de sus plazas. Irá al templo, tal vez por primera vez en el año, como los sabios romanos que desconfiaban de sus dioses. Le bastará ese pacto con la tradición, una mirada apenas, un saludo tímido de viejos conocidos con el crucificado o la Virgen. Un 'nos volvemos a ver de nuevo', como cada año, puntuales, en el lugar donde nació la costumbre de agarrarnos a la vida, de renunciar a la muerte, de celebrar que para vivir hay que morir un poco, cada año, durante una semana, y enseñárselo al mundo.
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