Así mueren las democracias
Apuntes desde la Bastilla ·
Un político solo nunca es capaz de cambiar el rumbo de la historia, de subvertir décadas y décadas de trabajo en libertadSecciones
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Apuntes desde la Bastilla ·
Un político solo nunca es capaz de cambiar el rumbo de la historia, de subvertir décadas y décadas de trabajo en libertadTodos los países se parecen entre ellos y todos son distintos. La democracia no es congénita al ser humano. Ha costado siglos invocarla, adaptarla a ... las necesidades de cada época, corregirla y pegarla a nuestra piel de ciudadanos al igual que respiramos, disfrutamos de la vida, o lloramos ante la pérdida. La democracia 'está' entre nosotros, pero no 'es'. Este aspecto del verbo refiere a la fugacidad de su beneficio. Mis abuelos nacieron en un país que no tenía elecciones. Mis padres también. Que ahora acudan a votar cada cierto tiempo es una conquista, no un simple derecho heredado.
Estos últimos años la democracia en España está en peligro. El que la acecha no tiene solamente un nombre. Sería banal reunir en Pedro Sánchez o en un partido político los males que la acosan. Un político solo nunca es capaz de cambiar el rumbo de la historia, de subvertir décadas y décadas de trabajo en libertad. Para que hayamos retrocedido en calidad democrática, para que hoy podamos afirmar de manera objetiva que en España la separación de poderes se cuestiona de forma partidista, que se utiliza a la justicia de manera interesada, se retuercen los poderes del Estado como arma arrojadiza, hacen falta muchas manos y muchos silencios. Legislatura a legislatura, todos han sumado su gota de agua en el estanque de la desvergüenza. Sánchez solamente ha ido varios pasos más allá. Un salto decisivo, desde luego. Pero Sánchez no es el problema. Es el síntoma.
Contemplo estos días, sin ninguna pizca de asombro (eso ya lo saqué de mi conciencia), cómo las democracias fuertes de nuestro entorno se debaten entre su esencia de libertad y el cariz reaccionario de los tiempos. Corea del Sur, país homologable a España en muchos sentidos, acaba de sufrir un autogolpe de Estado por parte del Gobierno. Francia se asfixia entre los dos extremos, el populismo pernicioso de Mélenchon y el populismo iliberal de Le Pen. Alemania ve caer el Ejecutivo y suma años de inestabilidad, sin poder digerir aún la marcha de Angela Merkel. Todos los países se parecen entre ellos y todos son distintos. Pero que nadie se sorprenda de que esos estornudos constipen nuestra democracia.
Busco las causas de puertas adentro, sin excusas, sin caminos fáciles. Durante muchos años, los ciudadanos (los que deben velar por la salud democrática, los que les va la vida en ello) han mirado para otro lado ante los casos de corrupción. Ha funcionado, de nuevo, la trinchera como dialéctica principal. Las tertulias están llenas de aguerridos defensores a ultranza de actos que censurarían si dejásemos a un lado las siglas del partido. He escuchado a amigos defender al PP en las diferentes tramas de corrupción en las que se ha visto envuelto de la misma manera que ahora asisto al espectáculo de justificar que el PSOE es un partido libre de pecado. Ayer el PP utilizaba la policía en su propio beneficio y hoy el PSOE usa la Fiscalía General del Estado para salvar al habitante de La Moncloa un día más.
Nos hemos acostumbrado a convivir con la corrupción. Vemos como un hecho normal que un familiar de un político escale a puestos de responsabilidad. Asumimos, y esto es lo más grave, que nuestros representantes públicos no son los mejores escogidos de entre la sociedad, sino los más oportunistas. Bastaría mirar el currículo de cada uno de los diputados y senadores para comprobar su trayectoria profesional. Cerramos los ojos y seguimos hacia adelante aún a sabiendas de que la degradación actual no tiene marcha atrás, que el Gobierno le ha cogido la medida al país, a su pereza intelectual, a su ignorancia elegida y escogida, y que la oposición espera a que la fruta madura caiga del árbol para no mejorar ni un ápice el espanto de este presente. A los otros partidos, por supuesto, no me referiré porque para mí la democracia excluye los extremismos y nacionalismos. Y ahí estamos, pendientes de los caprichos de cada uno de ellos.
Leí hace un tiempo un libro que me impresionó. Se trata de República mortal, de Edward J. Watts. En él se extrae la idea de que los romanos del último siglo a. C. vivían en la confianza ciega de que sus instituciones sobrevivirían, a pesar de los Silas, Marios, Pompeyos y Julio Césares de turno. La República romana no murió con el puñal de Bruto en la espalda de César, ni con el golpe de Estado de este, ni con la asunción de Octavio como única persona capaz de adquirir todo el poder. Ya había dejado de respirar muchos años antes, poco a poco, en cada reforma que golpeaba el equilibrio de poderes, con cada acto de tiranía aclamado por la plebe, que siempre busca héroes y mártires, y no la verdad de los hechos. Tal vez hoy seamos un poco esa República romana moribunda. Tal vez todos seamos un poco la muchedumbre que, a las puertas del Senado, pide victorias, pero no justicia. Y así es como mueren las democracias.
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