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El día del padre ha sido siempre para mí un intruso. ¿Por qué tengo que compartir mi onomástica con los miles de padres que me ... cruzo diariamente por la calle? ¿Acaso los Pepes no tenemos entidad propia como para fragmentar los honores de nuestro día? En el colegio, recuerdo, la maestra nos mandaba elaborar dibujos con frases tiernas en las que mostrábamos el amor por nuestro padre. Yo lo tengo, por supuesto, pero el 19 de marzo era, ante todo, su santo, el de mi abuelo, el mío propio. La circunstancia de que todos ellos fueran padres solamente se resolvía en una coincidencia. Ser padre es una moda, una estancia más de la vida. Sin embargo, los Pepes nacemos y morimos bajo ese nombre. Saquen sus celebraciones del 19 de marzo, he pensado siempre.
Como en la mayor parte de las cuestiones vitales, poco a poco este que escribe va cambiando de opinión. Me sigo llamando Pepe, por supuesto, pero este año el santo ha cobrado un valor diferente. He respondido a las felicitaciones con puntual agradecimiento, los que me deseaban que pasase un feliz día, pero en algunos de esos mensajes se colaba una coda final, un anexo florecido que me hacía pararme en mitad de la calle, durante el transcurso de una clase, y me obligaba a respirar profundamente. La felicitación era doble. Me deseaban felicidad por ser Pepe y por estar a punto de estrenar paternidad. Ahora no era yo el que compartía la onomástica con los padres, sino que el santo y el hecho vital de ser padre se unían bajo mi identidad para hacer del día un hecho memorable. Futuro padre, me escribían los amigos, los familiares. Último santo sin felicitación doble, me dijo una compañera, mientras me acariciaba la mejilla.
Ser padre es algo muy serio. Lo he leído en un par de libros. Mientras mi conciencia se debate sobre si estoy preparado o no, mientras mis músculos se fortalecen para sostener durante infinidad de horas a la criatura y los agoreros me desean falta de sueño, falta de tiempo, peor calidad en la escritura e incapacidad absoluta para leer, siento que me voy acercando a un abismo. No tengo miedo, no me asusta el precipicio, porque al otro lado no hay un vacío, sino una frontera que deseo traspasar, una extensión de mí mismo, de mi mujer, con la que compartir caminos, viajes, lecturas, amor y desayunos.
El último santo celebrado en ausencia de prole me ha traído una reflexión inesperada. Más allá del encanto de ser padre, siento en mi conciencia una multitud de vidas que dejo atrás. La escena es muy cinematográfica y en todos los finales hay una sonrisa que aúna la melancolía y la aceptación. Veo una gran sala llena de Pepes. Soy yo en todos ellos. Los observo con atención. Pepes del pasado, fragmentos de lo que he sido, recuerdos que creía ya agotados. Ahí están todos: el niño que acudía al colegio de la mano de su abuelo y le prometía no salir tarde; el adolescente que conoció la literatura en las páginas amarillas de un libro de Miguel Delibes; el universitario que espiaba los horarios de una estudiante de historia, para robarle al menos un saludo; el Pepe que vuelve a casa de fiesta, acompañado del brazo de una chica; el que degusta una derrota memorable, porque la vida también se compone de fracasos; el que quiere olvidar un rostro; el que se emociona mirando un perfil griego; el que oposita para ser profesor; el que renuncia a vivir en París, que significa renunciar a ser siempre joven; el que mira el mar y sueña con vivir en Argentina, en México, tal vez un día que pueda ser mañana...
Todos esos Pepes me saludan desde esa gran sala que se proyecta en mi conciencia. Me piden que no los olvide, que de vez en cuando vuelva a ellos, los visite durante unos minutos. Que juegue a recrear cómo hubiera sido la vida de seguir ocupando sus espacios. Un Pepe que aún viviese en París, un Pepe con medio acento porteño, un Pepe dedicado al mundo editorial, de corrector profesional, en Madrid, en Granada, en Lorca, todos Pepes que han fracasado en su intento de imponerme sus dictados, pero que son también la prueba del éxito de esta vida que estoy a punto de comenzar.
No hay miedo en el abismo, no. Sí esperanza, promesa de un cambio feliz, a pesar de las ojeras, a pesar de sacrificar tiempo de escritura y lectura, porque mis acciones responden a un bien superior. No le temo a pasar página, a despedirme de todas las personas que he sido, porque sé que seguirán dentro de mí, cada vez más lejos, cada vez más añorados. Me felicitarán el 19 de marzo por un doble motivo. Es mi venganza a 35 años compartiendo la celebración con todos los padres del mundo. Solo hay algo que me produce una tristeza enorme, ahora que voy a ser padre: que este verano no volveré a Italia. Es el pecado original con el que nace mi hijo.
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