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El atentado del 11 de marzo me pilló en el instituto. Muchos recuerdan la voz de Iñaki Gabilondo afirmando que Madrid era un infierno. Tal ... vez así se enteraron mis padres. En clase fue un rumor comentado por un profesor, o un alumno que había llegado tarde. Hablaban de muchos muertos, heridos, fuego por todos lados. Bombas explotando en Atocha, en estaciones de tren de las afueras de la capital, de mochilas olvidadas bajo un asiento, a la hora punta, cuando los niños, como yo, iban al colegio y sus padres a trabajar. Aquel atentado marcó un antes y un después en la historia de España. La agrietó más aún si cabe. Y aún sangramos de esa herida, de la gestión, del dolor mal supurado, del oportunismo y la mentira de esos días. No supimos llevar el duelo y votamos al tercer día.
Han pasado más de veinte años de aquella mañana y apenas ocupa un espacio en los medios de comunicación. Entiendo que la sociedad escoge sus memorias, que selecciona las partes del pasado que trocear, como un pastel servido a voluntad, pero no son estas palabras una crítica al olvido de ese día, sino a otro mucho más siniestro del que quiero dejar constancia. Los caminos del 11M se bifurcan, se entierran en la arena y salen, muy de vez en cuando, al albur de los cambios internacionales.
Nadie habla de las matanzas de cristianos en Siria. Podría resultar una comparación baladí, pero entenderá lo cerca que están los hechos. Siria es un país complejo, muy alejado de la uniformidad religiosa o étnica que muchos le atribuyen. El sino del país, como tantos otros, parece la sangre, los regímenes dictatoriales. Tropezar de nuevo con la misma piedra. En los últimos meses, he leído sesudos análisis que permitían abrir un hilo de esperanza para el futuro de una nación de reciente creación pero de antiguo pasado. Mientras las tropas de Al-Asad se retiraban en desbandada y este huía a Moscú, las facciones de Ahmed al Charaa entraban en Damasco e imponían un nuevo régimen. «Moderado», leía entonces. «Dialogante». Incluso «de voluntad democrática». Fue nuestro ministro de Exteriores, José Manuel Albares, uno de los primeros políticos en visitar Siria, en estrechar la mano de Ahmed al Charaa y augurar una nueva época para la región. Nuestro jefe de la diplomacia se ha comprometido con la región, al parecer. Sus últimas acciones delatan una cierta hiperactividad más propia de potencia mundial que de país que ni siquiera puede aprobar unos presupuestos. España ha cambiado el rumbo de su política exterior sin un mínimo debate en el Congreso. Ha reconocido Palestina como Estado por su derecho a existir a la vez que ha renunciado a defender la libertad del Sáhara a ser un Estado. Por eso, ante el apretón de manos con el nuevo dirigente sirio, las preguntas caen siempre del lado de la sospecha.
Solamente he leído un artículo alertando del peligro del gesto. Tituló Juan Manuel de Prada 'Una foto para la infamia', un texto publicado en enero por ABC. Recordaba el escritor que antes de ponerse chaqueta y corbata, Ahmed al Charaa se llamaba Abu Mohamed al Golani, llevaba barbas de profeta y militaba en Al-Qaeda. No fue una fiebre efímera, la de engrosar las listas de la organización terrorista más infame de la historia (hasta en la infamia hay grados), sino que estuvo durante décadas diseñando objetivos, ajustando tornillos en las bombas para hacer estallar la metralla, seleccionando el nombre de los futuros muertos.
El hombre al que Albares estrechó la mano en enero perteneció a Al-Qaeda desde 2003. Un año después, en Madrid contamos 192 muertos, ejecutados por esa organización terrorista. El rastro de infamia es muy fácil de seguir. El mandamás de la nueva Siria, con respaldo del Gobierno español y europeo, colaboró en la mayor matanza sufrida en España en nuestra historia reciente. Los monstruos ya no llevan turbantes, ni luchan en la arena, ni gritan sobre la sangre derramada. Ahora se ponen gomina en el pelo y americanas oscuras. Se hicieron la foto y los europeos volvimos a nuestros complejos.
En Siria se asesina día a día a cientos de cristianos, de drusos y de alauitas. Al inicio de la guerra, había dos millones de cristianos en Siria. Ahora solo quedan 250.000. Europa reclama que se levanten las sanciones al país, ayudas económicas y más fotografías para enmarcar en el salón de la infamia. Me genera cierta inquietud saber si Albares conocía esta circunstancia, si sabía que la mano que estrechaba ayudó a asesinar a 192 personas en Madrid, muchos de ellos niños. El mayor estremecimiento que puede sentir este articulista es que cualquiera de las dos opciones me parece plausible. Albares es capaz de no conocer el pasado de Ahmed al Charaa, darle la mano y llegar a ser ministro. Albares es capaz de conocer su tradición terrorista y sentir el calor de una mano amiga. Para este drama tampoco habrá memoria.
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