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Las personas que acabamos instalándonos un sistema de WhatsApp, TikTok, Instagram, X (Twitter antes de Elon Musk) en el móvil quedamos obligadas a un febril ... estado de vigilia dependiente de un aparato tecnológico por el que, a cualquier hora del día o de la noche, el usuario debe permanecer en vela para recoger los mensajes que un familiar, antiguo amigo, el novio o la novia que tuvimos de jóvenes o, en fin, cualquier desocupado o insomne que, sin nada mejor que hacer, se dedica a disparar tuits, sms, memes, (algunos buenísimos) y algunas sandeces a troche y moche. Y, mientras andamos en los escarceos comunicativos que fomentan ciertas redes, sumiéndonos en una selvática proliferación de mensajes con engaños, bulos y trapacerías, cercanos a veces a un banal cotilleo de patio de vecinos, abandonamos la esencia de las palabras habladas o escritas, que sufren un pavoroso descrédito.
Esta necesidad de estar conectados a todas horas esperando una llamada desconocida que anuncie cualquier nimiedad ha llegado a convertirse en una dependencia, diagnosticada como una rara enfermedad psíquica, la nomofobia o angustia derivada de quedarse sin batería, perder el móvil o carecer de conexión por falta de cobertura (una de las más célebres frases tecnológicas actuales). Estado de alerta permanente que parece recordar a Mateo, 24-42: 'Velad, porque no sabéis el día ni la hora'. Pero, mientras que el evangelista se refiere a un Salvador, la religión de las nuevas tecnologías nos lo pide para estar a la espera de cualquier zanguango que, a las tres de la mañana, ande desvelado.
En algún viaje esporádico por Europa, he comprobado el escaso grado de dependencia de los ciudadanos respecto de los móviles. En un restaurante, vi salir a la calle a vecinos de mesa para responder una llamada. Todos sabemos que, entre nosotros, y salvo notorias y educadas excepciones, podemos seguir perfectamente el curso de la conversación por móvil de unos compañeros de asiento en el tren, en un restaurante, en un funeral... No hay aquí joven –y a veces niño– que no lo lleve en la mano como una especie de amuleto contra el aislamiento (que podría resolverse hablando con cualquier semejante), la soledad y la incomunicación. Lo que ofrece la tecnología con sus aparatos es el remedo de una verdadera comunicación. Porque hablar, lo que entendemos por hablar, tiene que ver con la cercanía física, la réplica y la contrarréplica, con la objeción, la argumentación, la rectificación y la gestualidad del cuerpo que, cuando hablamos frente a frente, actúa con un lenguaje paralelo que refuerza, corrige o desdice el significado de las palabras que estamos pronunciando y que, al interactuar con ellas, dota los mensajes de una mayor autenticidad. Algunas personas exhiben los móviles último modelo como signo de modernidad y estatus, igual que algunos pijos llevan, dándoles vueltas en el índice, las llaves de un Ferrari Testarossa o un Porsche.
El trato digital se ha convertido en paradigma de una sociedad individualista que, insolidaria y poco comprometida con causas altruistas, presume, paradójicamente, de ofrecer una vinculación en tiempo real con centenares de personas. Esta dependencia tecnológica desvela que, mientras los aparatos nos absorben, las personas se alejan porque ponemos entre ellas y nosotros un muro que banaliza la relación. Recientes estudios cifran en más de ciento diez veces al día las que algunas personas consultan el móvil. Si dicha vinculación sirviese para mejorar las relaciones sociales y participar en proyectos para el bien común, me parecería perfecto: la tecnología al servicio del ser humano, pero me temo que, junto a bastantes bondades, nos implica en la nimiedad, el chismorreo y la trivialidad colectiva, además de, con frecuencia, alienarnos robándonos el tiempo para actividades más productivas.
Debo decir que la fantasía, la imaginación como espacio virtual existía desde siempre –aunque sin internet–. Qué otra cosa son, si no, en cierto sentido, modos virtuales, imaginativos, las novelas, el cine, la pintura y la música, es decir, todo aquello que simboliza o representa la realidad sin ser la realidad misma. Sin embargo, estamos habituados y prevenidos y no los identificamos con ella. Celestina es un personaje literario, no un ser de carne y hueso; 'Saturno devorando a su hijo' es una recreación pictórica de carácter mitológico; 'La consagración de la primavera', de Stravinski, es un ballet y una pieza orquestal. Pero ya estamos advertidos sobre su significado y nadie los asimilaría con la realidad porque son un producto de la mente. Sin embargo, las tecnologías son recientes y aún carecemos de antídotos contra sus trampantojos.
La comunicación virtual es valiosa en sus usos necesarios, que los hay en abundancia y resultan ser maravillosos avances. Convertirla en un juguete, rebajarla a la banalidad y dejarse obnubilar por ella es hacerle un flaco favor a la auténtica relación entre personas.
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