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Hay usos y costumbres que, como las mareas, van y vienen periódicamente. Durante los años sesenta, quizá algo antes, bajó el número de varones que ... utilizaban el sombrero como tocado masculino. Por aquellos años arrancaba una moda de naturalidad, consistente en desprenderse de aditamentos considerados inútiles por antiguos, en aras de unas pieles morenas que se lucían como signo de juventud, salud y llaneza (aún se desconocían los efectos perversos del exceso solar). Y porque el uso de ciertas ropas se vinculaba entonces a las clases sociales. Los ricos vestían de una manera, los desclasados de otra. Se olvidaron entonces las ideas que vinculaban la piel morena –sobre todo la femenina– con el mundo del trabajo al aire libre, entendido como signo de estatus inferior en la pirámide social. Esta valoración peyorativa es antigua: un cantar de siega de Lope de Vega, en boca de una mujer, expresaba esta queja: «Blanca me era yo / cuando entré en la siega. / Dióme el sol / y ya soy morena».
Desde antiguo, en el caso de los varones, la morenez se consideraba de menor desdoro, aunque recuerdo que en las playas, donde la gente iba a tostarse de pies a cabeza, se llamaba despectivamente 'moreno de albañil' al que lucían los trabajadores cuando, al desprenderse de blusas y camisetas, dejaban a aire el torso blanco y los brazos morenos hasta donde acababa el corte de la camisa arremangada.
En bastantes momentos de la Historia, el uso de tocados especiales definía, sobre todo, a las clases pudientes. He leído que, en la posguerra, un avispado sombrerero de la plaza Mayor madrileña publicó en la prensa este anuncio: «Los 'rojos' no llevan sombrero». Como sabemos, los 'rojos' eran los perdedores de la Guerra Civil, cuyas clases populares usaban mayoritariamente boinas y todo tipo de gorras. Llevar sombrero era, por aquel entonces, un signo de pertenencia a las clases elevadas, y el anuncio, de una crueldad atroz, impelía a las clases depauperadas a asimilarse, siquiera fuese en la apariencia externa, a los triunfadores de la contienda.
Los últimos años han visto renacer el uso del sombrero, tanto en invierno como en verano, quizá motivado por un mayor grado de información sobre los peligros del sol excesivo, pues la piel guarda recuerdo de las demasías solares, aunque no descarto el interés del mundo de la moda por promocionarlo, añadiendo una contribución más al consumo de un adminículo que entra en la categoría de los complementos. Tampoco dejo de lado, incluso, un cierto grado de coquetería masculina en el regreso de esta prenda.
Antaño, usar sombrero conllevaba conocer un protocolo de comportamientos sociales. Había que destocarse al entrar en lugares cerrados como iglesias, oficinas, cines, centros de enseñanza, hospitales o museos. Una prevención hoy olvidada, pues se circula con la prenda o sus sustitutos –gorras de visera, borsalinos, panamás...– por doquier, con campante naturalidad. Llevar sombrero exigía igualmente toda una ritualidad relativa a los saludos. Era común alzar el sombrero como deferencia y signo de educación, o, al menos, amagar el gesto rozando levemente con los dedos el ala de la prenda. Quitárselo fue muestra de asombro ante lo sorprendente, tanto que pervive en la frase familiar 'quitarse el sombrero', metafóricamente, ante un hecho digno de atención. El respeto se manifestaba con el saludo, que solía ir de abajo arriba según un rígido protocolo social: del alumno al profesor, del joven al mayor, del soldado al capitán... Saludos a los que la cortesía obligaba a responder. En el tratado donde Lázaro de Tormes convive con el hidalgo, este le cuenta al criado cómo rompió relaciones con un caballero de superior alcurnia porque, tras adelantarse a saludarlo quitándose el bonete, el caballero nunca tuvo con él la cortesía de hacerlo primero. Vanidades de la honra mal entendida.
Posiblemente, el origen del saludo castrense sea ese amago de quitarse el sombrero ante un superior, gesto que se reduce a apoyar los dedos extendidos de la mano derecha contra la visera de la gorra. A quienes en tiempos hicimos el servicio militar nos extraña ver, en telediarios y películas norteamericanas, a mandatarios vestidos de civil saludando a otros jerarcas o a la bandera con la mano abierta sobre la sien como si lucieran una gorra militar.
Este tiempo nuestro, que suele aborrecer las costumbres heredadas, sin sustituirlas por otras mejores, adopta sin embargo con presteza nuevos ritos de origen desconocido que imponen las modas, la imitación de lo foráneo y las novedades de una globalización galopante. Globalización que arrasa sin piedad modos de ser, idiomas, idiosincrasias, hitos históricos (sabemos más de la Segunda Guerra Mundial que de nuestra lamentable Guerra Civil), tanto que nos quedamos sin raíces y, como los árboles carentes de arraigo profundo, cualquier leve racha de viento nos hará morder el polvo.
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