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Nada más conocerse la noticia de que los moratones en el cuerpo del nadador estadounidense y estrella olímpica Michael Phelps, en los Juegos de Río ... de Janeiro de 2016, no se debían a peleas domésticas con su pareja sino a un tratamiento tradicional chino consistente en succionar con una taza ('cup' en inglés) sobre la piel, con el fin de generar un vacío que mejora la musculatura y la circulación sanguínea, empezó a circular por los medios el nombre inglés, 'cupping', de este tratamiento. A continuación se produjo la avalancha de imitaciones por el tropel de quienes suspiran por estar a la última y se apuntan a lo que sea, con tal de que resulte novedoso porque aparece en las redes.
Como cada vez tenemos menos cultura, que es lo profundo, y más información, que es lo superficial, es posible la proliferación de este fenómeno. Con qué facilidad se cuelan como novedades terapias que tienen siglos. Ya eran utilizados estos métodos por los antiguos egipcios y también, con variantes, entre nosotros: tal era el tratamiento de poner sanguijuelas en la piel. Pero, claro, hay que estar al último grito, sorprenderse de lo novísimo financiado por las multinacionales de la venta y el espectáculo, imitar a los héroes del día y, sobre todo, aprenderse el nombre en inglés para parecer más 'guays' y 'molar cantidubi' en la barra de la taberna mientras se bebe una cerveza con los amigos y nos rascamos la cabeza por debajo de la boina. También es cierto que todas estas cosas se dan mayoritariamente entre lo que la gente corriente denomina 'el pijerío', desde donde se derrama a estratos de la población más populares por un efecto de imitación que va de abajo a arriba.
Qué majaderos somos, qué simples y olvidadizos, porque las despreciamos, de ciertas cosas nuestras que consideramos propias de gente mayor o antigua, y no me refiero a que deba mantenerse la tradición de lanzar una cabra desde el campanario de la iglesia de la aldea ni alancear un toro indefenso hasta la muerte. De esta pasión incontrolada por lo nuevo, que ya tiene nombre como enfermedad, la 'neofilia', aunque no sé si tratamiento terapéutico, se aprovechan los ejecutivos de la moda y las multinacionales del consumo con supuestas primicias que son más antiguas que Matusalén.
Si prestáramos más atención a nuestras cosas, respetando algunas costumbres ancestrales que el tiempo ha demostrado que son beneficiosas, si concediéramos importancia a la suma de experiencias acumuladas con el tiempo, no daríamos la imagen de bobos sorprendidos ante los mercachifles que trafican con el afán de novedades y la infinita capacidad de asombro y autoengaño de la que somos capaces. Todo ello sin desdeñar lo que verdaderamente nos hace avanzar, contribuyendo a la mejora de la salud, el bienestar y el progreso tecnológico. El lector avisado entenderá que, a pesar de mi defensa de ciertas cuestiones tradicionales, este artículo no lo escribo sobre un pergamino ni mojando una pluma de pavo en el tintero sino con el teclado de un ordenador.
Hace tiempo se extendió la idea de que debíamos abandonar los guisos de cuchara, la comida tradicional de las abuelas, que tras años y siglos ha ido cristalizando en la 'comida mediterránea', tan nutritiva, tan sabrosa, tan sana, tan nuestra, por modas foráneas como las pizzas, apetecibles como remedio momentáneo del apetito, no lo niego, aunque sean una empanada sin cubrir; las hamburguesas, los perritos calientes y las alitas de pollo fritas (entre otras muestras de eso que algunos llaman 'comida basura', por mal nombre 'fast food'). Al fin se impuso la cordura y hoy esos comistrajos, que en Estados Unidos se destinan a la parte más despreciada e indefensa de los consumidores (de ahí esa sobrealimentación descomunal, a la que vamos acercándonos por imitación gastronómica), han quedado relegados a una mínima parte de la población, que alardea de estar al día llevando a sus hijos como premio a uno de estos establecimientos y consumiendo ellos mismos sus productos.
Antes, intentaron convencernos de que los buenos aceites –mejores para la dieta y más baratos, decían– eran los de ciertos vegetales, como si el de oliva, ese oro líquido insustituible, fuera aceite de motor de camión. Así, mientras se exportaba a países que lo envasaban como propio –Italia sin ir más lejos– explotando una riqueza que era nuestra, nos lanzamos a consumir los de girasol, cacahuete, colza –cuya adulteración produjo los dramáticos resultados que recordamos– y, últimamente, los de palma, de cuyo abuso nos previenen las organizaciones de la salud.
Por suerte, de tarde en tarde un chispazo de lucidez nos ilumina y, aunque solo en algunos campos, volvemos al redil de las buenas costumbres, tras haber cometido traición a nuestras esencias por causa de la efímera moda.
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