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Son restos curiosos de un lejano pasado en el que la ignorancia, aliada a la superstición, campeaba por unas sociedades primitivas, menesterosas física e intelectualmente, ... quizá asustadas por su desconocimiento de la naturaleza y por la carencia de herramientas científicas y tecnológicas que dieran explicación racional del mundo circundante. Las reliquias, de la mano de la religión, intentaban sustituir el ámbito de la milagrería y la magia con realidades no muy diferentes de las que nutrían los prodigios inverosímiles. Se guardaban bajo el altar principal de las iglesias o en las capillas laterales para mantener en sagrado, cerca de los fieles, unos objetos santos custodiados en estuches o urnas llamados relicarios.
Las reliquias eran una manera de acercarse a la divinidad a través de la contemplación, la cercanía y la veneración de restos o pertenencias de personas consideradas como santas. Debo suponer que hoy han desaparecido como objetos de culto bastantes de las que andaban esparcidas por el orbe cristiano, en aras de una visión más acorde con los tiempos actuales. Sin embargo, aún permanecen bastantes de ellas, sostenidas por un fervor indesmayable. Son reliquias que gozan del entusiasmo popular y forman parte de ciertos misterios insondables de la religión. Algunas concitan aún la atención y el fervor de gentes piadosas que se dejan llevar por la emoción de las tradiciones y ciertos dictados de una fe antigua.
Las hay de todas clases. Importantes y aún vigentes como el supuesto sudario que cubrió el cuerpo de Cristo tras su muerte, conservado en la catedral de Milán, la sangre de San Genaro, patrón de Nápoles que se licua una vez al año en una ampolla de cristal, hecho calificado como milagro. Un grial (existen varios), o copa de la Última Cena de Cristo y sus apóstoles, se conserva en la catedral de Valencia; el brazo incorrupto de Santa Teresa, que no estuvo en una iglesia sino en el dormitorio de Francisco Franco en el Palacio del Pardo. Estos ejemplos y otros muchos que podrían aducirse dan testimonio de la pervivencia de tales tradiciones, seguidas por un sinnúmero de creyentes.
Tal necesidad de proveer de esos restos a la infinidad de iglesias, ermitas, basílicas, catedrales y santuarios hizo que en épocas pasadas proliferara un comercio, convertido a veces en contrabando, de tales objetos, cuyo seguimiento haría hoy las delicias de arqueólogos e investigadores de los fenómenos sociológicos. Las numerosísimas (y más valiosas) reliquias procedentes de Tierra Santa corrieron increíbles vicisitudes hasta llegar a los templos de Occidente.
Dejo a un lado estas conocidas reliquias, que aún concitan devotas y multitudinarias veneraciones, para referirme a otras que sorprenden por su ingenuidad y muestran el grado de credulidad al que puede conducir la ignorancia. De la cantidad de astillas ('lignum crucis') existentes en el mundo, supuestamente procedentes de la cruz donde fue ajusticiado el Nazareno, se dice que podrían formar un bosque de muy regulares dimensiones. Otro tanto ocurre con los clavos que lo sujetaron a la cruz. Todos juntos darían para una mina de hierro. Sobreabundancia de restos alimentada por una fe inquebrantable que la recordada Gloria Fuertes recogió irónicamente en el poema 'El guía de la abadía': «...vean las tres calaveras / del Santo Patrón, / calavera de San Palemón niño, / calavera de San Palemón adolescente / y aquí, la calavera de San Palemón / ya anciano en el martirio...».
Hay otros tan ingenuos que producen una sonrisa. Se veneran en ciertos lugares unas pajas del pesebre de Belén, reliquia que entra en contradicción casi teológica con otra del Nacimiento: unas tablas de la cuna del Niño –una de dos, o eran tablas o eran pajas–. No menos curioso es el fragmento guardado del prepucio de Jesús, procedente de la ceremonia judía de la circuncisión. Una ampolla de cristal conserva unas gotas de leche del seno de la Virgen María cuando amamantaba a su hijo. Más consistencia, y por eso ha durado tanto, debe de poseer una pluma del arcángel San Gabriel, quizá caída al emprender el vuelo tras anunciar a María su concepción. Y en algún lugar, en fin, parece que se conservan, en muy buen estado, dos lentejas de la última cena de Jesús con sus discípulos. Muestras todas ellas de una fe popular sostenida en el tiempo y ajena a trascendentes especulaciones religiosas.
Son unos pocos ejemplos del lado inexplicable de unas creencias populares lindantes con la superstición, cada vez más en retirada por ser muestras desfasadas del credo religioso. Creencias que no se compadecen con la bondad de numerosos preceptos morales perfectamente asumibles hoy día, incluso por no creyentes. Preceptos algo olvidados como vestir al desnudo, enseñar al que no sabe, proscribir y condenar la guerra, hospedar al peregrino (hoy sería al refugiado), cuidar a los enfermos o dar de comer al hambriento...
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