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Sucede que la lengua, aliada a la memoria personal y social, posee diversos mecanismos para mantener vivas palabras y expresiones cuyos referentes han dejado de ... existir. Hoy, por ejemplo, la economía europea occidental se mide mayoritariamente en euros, con la sabida excepción inglesa, pero, en el acervo común español, el término peseta y algunas monedas y billetes con ella relacionados permanecen activos en términos y frases, en su mayoría, de carácter metafórico.
En 2002, tras una historia de ciento treinta y cuatro años, la peseta desapareció de la circulación, suplida por el euro. Dilatada trayectoria de múltiples avatares, uno de los cuales sería el posible origen catalán de su nombre, procedente de 'peceta', diminutivo de 'peça', pieza. La peseta sería, pues, una 'piececita'. Había sucedido como unidad monetaria a los reales en 1868, tras ser derrocada Isabel II. El Gobierno Provisional cambió en la cruz de las monedas de diez céntimos (estaba dividida en cien céntimos y cuatro reales) la efigie de la reina por un león rampante que sostenía un escudo. Un león tan mal diseñado que más parecía perro que león, de donde la imaginación popular dio en llamar a aquellas monedas fraccionarias 'perras' con el sentido general de 'dinero'. En tiempos llegué a conocer las 'perras gordas', diez céntimos, y las 'chicas', cinco, con las que en los quioscos podían adquirirse caramelos y otras menudencias.
Los reales, sustituidos por las pesetas, permanecieron en la lengua hablada hasta entrados los años sesenta del pasado siglo. Las monedas de cincuenta céntimos, de hermoso diseño en relieve y un agujero central, se conocían popularmente como 'de dos reales', así como las de cobre de dos pesetas y media eran de 'diez reales'. En los mercados públicos, las frutas y verduras ofrecidas por los propios agricultores se vendían por reales más que por pesetas (un manojo de cebollas podía valer seis reales). Y al final de las corridas de toros se sorteaban premios en dinero, anunciados en paneles sobre varales que se paseaban por el ruedo. Venían expresados en pesetas, así como en duros y reales, unidades monetarias las dos últimas ya desaparecidas. Si el premio era de cinco mil pesetas, figuraba su paridad en reales, 20.000, y en duros, 1.000. La popularidad de la moneda tuvo reflejo en la novela 'Aventuras de una peseta' (1923), de Julio Camba, donde el autor se pasea por una Europa donde son visibles los efectos de la Gran Guerra en sus devaluadas monedas, a las que contrapone la estabilidad y fortaleza de la nuestra, favorecidas por la neutralidad española en este conflicto.
Vigente el euro, permanece vivo el recuerdo de la peseta en abundantes expresiones, en las que, desaparecido el valor económico o valorativo, subsisten significados metafóricos. El adjetivo 'pesetero', por ejemplo, se aplica a quienes conceden excesiva importancia al dinero, especialmente si se trata de cantidades ridículas por exiguas. El refrán optimista 'Salud y pesetas, lo demás son puñetas' es una valoración hedonista de la salud y el dinero como supremos bienes deseables. 'Ser más salado que las pesetas' aún se dice positivamente de quien posee 'sal', gracia, desparpajo, capacidad de empatizar; y quizá, en un quiebre lingüístico, remita al sabor salado de la moneda.
Un lento goteo va diluyendo las denominaciones populares de monedas y billetes: las metálicas eran 'rubias' por el dorado de su aleación de cobre, y lucían la leyenda 'Francisco Franco Caudillo de España por la Gracia de Dios', una declaración de megalomanía que, hasta entonces, sólo utilizaban los monarcas. Las jergas popular y juvenil las conocía como 'pelas', 'cucas', 'leandras', 'calas', 'beatas'... Los billetes y monedas de cinco pesetas se llamaron 'machacantes', y también 'pavos' porque en los años cuarenta un pavo costaba esa cantidad. Los de mil eran 'talegos' y 'lechugas' (por su color verde). Los más escasos de cinco mil, marrones, se apodaban 'boniatos'.
En las discusiones, quien abandonaba por cansancio o aburrimiento concedía a regañadientes la razón a los argumentos del contrario con la frase 'Vale. Para ti la perra gorda'. Y cuando su valor cayó a mínimos, lo que poco valía podía adquirirse por 'cuatro perras' o 'tres pesetas'. En la economía doméstica, llevada fundamentalmente por las madres, se oía la frase 'mirar la peseta', una recomendación en favor del ahorro frente al despilfarro. Y entre la gente llana circulaba el aviso y la prevención contra lo que, pareciendo valioso, se vendía a un precio muy barato, porque 'nadie da duros por cuatro pesetas'.
Hoy, cuando las pesetas son solo un recuerdo, aunque muchas de ellas permanezcan como restos de un naufragio, arrumbadas y tomadas por el óxido, en los viejos cajones de las casas familiares, la lengua las mantiene vivas. Un ejemplo de que algunas palabras, aparentemente frágiles, están forjadas con el acero de la durabilidad.
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