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Soy usuario moderado de las redes digitales –a la fuerza ahorcan–, entre otras cosas para no quedar anclado en esa prehistoria que terminó anteayer (cuando ... había teléfonos fijos, leíamos periódicos, no estábamos mediatizados por una publicidad agresiva y a menudo engañosa, escribíamos cartas y hablábamos español y no una sopa infecta de palabras denominada 'espanglish'...). Así que utilizo alguna de ellas para atender a conocidos y familiares, y para gestiones variadas (algunas muy útiles y extremadamente valiosas). Casi nunca las que difunden 'urbi et orbi' la última tontería que a alguien se le ocurre, las fotos de lo que come un 'influyente' o las banalidades y monerías de un perro o un lorito muy graciosos que hacen cosas nunca vistas ni oídas porque ya casi no quedan circos, que eran los lugares a donde acudíamos para ver estos fenómenos.
En tiempos fui reacio a ingresar en esta tecnología de casi infinitas prestaciones (diccionario, reloj, calendario, linterna, alarma, libro, mapa, cámara fotográfica, micrófono espía, controlador de la tensión y la glucosa... todo en un mismo aparato), no por una insensata rebeldía sino porque significaba el abandono de otro mundo que conocía por haberme criado en él. Así que me prometí ponerme al día cuando el móvil fuese capaz de cocinar una tortilla de patatas o una paella. Incumplí mi promesa y ahora soy el flamante dueño de un móvil heredado. Y, cuando, a regañadientes, te haces de Facebook, comprendes que simplemente por vivir ya molestamos a alguien, y eso se refleja en las redes. Hace tiempo que olvidamos que Correos nos trae cualquier comunicación, carta o paquete a casa, pero asediados por la prisa queremos una comunicación rápida, inmediata, aunque menos auténtica y profunda.
Quieres conocer la opinión de cierto intelectual publicada en X (antes Twitter), pero no puedes porque se ha mudado a Facebook, por lo que tienes que inscribirte en esta red. Te haces de Facebook, das todos los datos, perdiendo parte de tu intimidad en cada paso, y cuando accedes te das cuenta de que el conferenciante se ha pasado a Youtube porque en Facebook recibió ataques furibundos y desprecios inimaginables de una jauría de odiadores (por mal nombre 'haters'). Al final, hastiado, abandonas.
Gozar de un ladrillo de tecnología con tan amplísimos servicios obliga a contraprestaciones que suponen nuevos paradigmas de conducta. La posesión de un móvil nos convierte en centinelas en continua alerta durante la mayor parte del día, lo que provoca estrés y agotamiento mental, sobre todo cuando se acumulan centenares de mensajes, memes y avisos que no hemos respondido conforme llegaban. La solución de muchos es contestarlos estando en misa, en un funeral, sentados en el 'trono' del señor Roca –cuando la comunicación es verbal, a veces se oye la descarga de la cisterna tras la operación fisiológica–. Otros aprovechan para atender los mensajes comiendo con la familia, 'pelando la pava' con la pareja, en el cine o, la mayor parte de veces, durante el trabajo, un fraude en toda regla.
Ocurre con frecuencia que lo que recibimos no es comunicación verdadera sino 'ruido' (en teoría de la comunicación es toda señal no deseada que interfiere, interrumpe, estorba o distorsiona el mensaje que queremos transmitir o recibir). Mensajes cuya acumulación impide atender asuntos importantes de la vida: el sustento, la información auténtica, el estudio, la creatividad, la ensoñación, la necesaria y cercana relación con familia y amigos...
Sé que no es necesario contestar todos los mensajes, como antes tampoco se contestaban las 'cartas circulares', enviadas a un amplio número de personas. Pero, educado en la corrección antigua de responder a los envíos, a veces me agobia tener que contestar una ingente cantidad de mensajes, enviados la mayoría con buena intención, después de ver, por educación, algunas docenas de ocurrencias, cotilleos, celebraciones de nacimientos y casorios, hermosas piezas de música, bailes de TikTok, memes, chistes o monerías de loritos y perros amaestrados...
Al final te alejas de algunas redes para que no acaben dañándote el cerebro, la autoestima y el crédito personal entre los tuyos, como quien se quita del tabaco o las copas, cuyos excesos dañan los pulmones y el hígado. Entonces vives más tranquilo, sin ruido mediático, dedicado a hablar de tú a tú con amigos y conocidos, a vagar por calles y plazas llenas de gente que va a sus quehaceres, a observar y sorprenderte con la infinidad de razas caninas que sacan a sus amos de paseo. Y, en fin, te haces más humano, menos automático, vuelves a ser persona.
Nota bene: el lector avisado entenderá que la utilización de ciertas hipérboles, enumeraciones y 'disparates' tienen como objeto suavizar la narrativa de este artículo, cuya sola intención es prevenir contra los abusos digitales y no contra el uso cuidadoso y crítico de sus pantallas.
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