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Cada vez que aparece en televisión el rostro de Lola Flores anunciando una cerveza algo se me remueve por dentro. De aversión, de sorpresa, de ... perturbación del ánimo. El asunto me parece gravísimo. La utilización de imágenes en movimiento de personas fallecidas para fines comerciales es un negocio en auge (usar fotos estáticas de difuntos para estrategias publicitarias era ya algo común). Se trata de un asunto que plantea cómo debe tratarse el rastro de las imágenes, fijas o en movimiento, que hemos ido dejando voluntaria o involuntariamente en el espacio digital.
Parece ser que si una persona fallecida no se ha opuesto en vida a esta manipulación, es posible, legalmente, usar sus mensajes de chat, fotos en las plataformas cibernéticas, sus conversaciones en la red para darles, manipulándolas, un uso diferente de aquel para el que fueron emitidas al espacio digital. A quienes están preocupados de que su legado de imágenes y textos pueda adulterarse, utilizándolo con fines comerciales u otros, la situación les obliga a hacer un testamento digital para establecer cómo quieren que sean tratadas o si desean hacerlas desaparecer con ellos. Se trata de una nueva brecha ética que se abre paso subrepticiamente para obtener rendimientos pecuniarios y seguir aprovechándose de nosotros tras la desaparición física. El dinero es la aspiración última de una sociedad ávida de consumo y espectáculo continuos.
Ciertamente, los familiares pueden intentar la cancelación de imágenes ante corporaciones muy opacas como Google, Twitter o Facebook, pero conocemos las dificultades para que tales empresas respondan y, mucho más, para que enderecen sus actuaciones torcidas, algunas de las cuales incurren en lo delictivo, como demuestran determinadas sentencias judiciales que las han obligado a rectificar.
Es el mundo al revés. Sabemos que para acusar a alguien de un crimen es necesario demostrarlo. En este caso ocurre lo contrario, se comete una agresión ética contra una persona muerta –o viva– y tiene que ser ella la que en vida deba impedir que se usen sus datos para anunciar drogas, vender productos de consumo, lanzar una proclama contra las vacunas o cualquier otro disparate. Es lo que llamamos reducción al absurdo. A esto hemos llegado con el uso tonto, despreocupado e ingenuo de las redes. Creemos que son inocuas y resulta que pueden usarse con la contundencia de un arma mortífera para destrozar y hundir vidas, famas y haciendas.
El colofón es que, como medida preventiva, cada uno deba adquirir nuevas obligaciones, tales como hacer un testamento digital que especifique el uso que pueden dar los herederos a las imágenes, textos y conversaciones cuya huella ha dejado el deudo a lo largo de su vida en el espacio cibernético.
En el programa de Wyoming, y durante los escasísimos minutos que dejan libres las insufribles tandas de anuncios, el conductor y su segundo dialogan en clave humorística caracterizados como dos muñecos digitales con las caras de Aznar y Felipe González. No rechazo la crítica contra los gobernantes. Es más, me parece un sano ejercicio democrático, pero me enerva que un tratamiento digital reproduzca fielmente sus rostros. Porque no son actores caracterizados como tales personajes, algo tradicional en el teatro, con el consenso común de que es un espectáculo necesario y sano (desde al menos la lejana democracia griega). Pero actuar con caras reales de los representados, tanto que puedan confundir a los espectadores, entiendo que es un error gravísimo.
La huella digital de los desaparecidos debiera ser intocable. Resucitarla para hacerles decir lo que no dijeron o actuar como no actuaron resulta éticamente inadmisible. Se hace necesario un frente común que defienda la intimidad de las personas fenecidas. Soy pesimista, sin embargo. Dada la dificultad de evitarlo con los vivos, temo que las acciones en favor de los fallecidos se dejen para resolverlas en el Más Allá.
A través de un 'deepfake' (falsedad profunda), modificando con inteligencia artificial voces e imágenes reales, y, supongo que con permiso de la familia, Lola Flores resucita para anunciar una cerveza, a la que no haré publicidad. Actos como este nos inquietan, sobre todo por el tufo escasamente ético que desprenden. No todo es lícito para amasar dinero. Y nos inquieta por las posibilidades de manipulación que posee la inteligencia artificial, que permite resucitar en un plasma a los muertos a través de la reproducción de la voz, el rostro y los gestos para difundir anuncios 'inocentes', como el de la Flores, pero, también, para cometer delitos, como escribir tesis doctorales con el preocupante ChatGPT, solicitar favores sexuales con la cara de supuestos famosos, promocionar drogas, cometer estafas o hurtar los ahorros a un anciano indefenso.
Un asunto pavoroso que exige regularlo legalmente antes de que nuestro mundo se convierta –si no lo es ya– en una selva dominada por los capitostes del Sistema.
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