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El ejercicio culinario, sus recetas, sus oficiantes, que antaño se llamaron cocineros o guisanderas y hogaño chefs, sus ritos y sus expertos van trocándose en ... un pasatiempo de masas, tras despegar de los humildes fogones hogareños y trasladarse a los platós de televisión. Estimo como loable la dignificación de una actividad tan necesaria y que tanto beneficio social produce. Pero sospecho que, puesta en manos de quienes la promueven como juego y diversión, como un entretenido torneo de competiciones, pueda acabar perdiendo su carácter íntimo y familiar, su estatus de elemento tradicional para convertirse en una ventana más de la sociedad del espectáculo en la que andamos inmersos.
Lo que hasta ayer era una tradición heredada, en parte, y transmitida entre generaciones ha sido asaltada a toque de corneta por los gurús de la globalización, no para afianzar ese inmenso patrimonio cultural sino para exprimirlo hasta la extenuación y traducirlo en dinero. Como un nuevo culto, la cocina cuenta hoy con sus oficiantes, que han pasado de pronto a convertirse en santos laicos cuyo trato con los fogones es más un rito casi sagrado que un ejercicio de supervivencia o de placer material, según los casos.
Esos cocineros, pongámosles nombres: los y las Arguiñano, Raimundo, Elena Arzak, Berasategui, Dabiz Muñoz, Lucía Freitas, Roca y Adriá, entre otros, son los patriarcas de esta nueva religión, trasladada del recinto de los hogares al patio de la fama de las pantallas mediáticas, en donde se difunde, como desde un púlpito, la buena nueva del consumismo sin tasa y la constatación de que sigue habiendo privilegiados que pueden pagar cientos de euros por una cena. A los desafortunados de toda laya, los abandonados que ni siquiera pueden consumir el menú del día, el Sistema les ofrece varias opciones, todas detestables e indignas: pasar hambre, acudir a los comedores sociales o atiborrarse de comida basura. Soluciones paliativas para evitar que germine la idea, peligrosamente revolucionaria, de acabar con este estado de cosas.
Para disimular lo que el asunto tiene de comercio y economía, muchos de estos oficiantes declaran haber heredado de abuelas y madres las fórmulas de sus guisos, aunque muchos de ellos puedan considerarse verdaderos e innovadores revolucionarios en un arte que acompaña al hombre desde el alba de los tiempos. Entiéndase de mis palabras que no estoy en contra del ejercicio culinario ni de sus avances, su difusión y sus felices hallazgos, que redundan en la economía tradicional, y que tanto gozo producen y tantas carencias remedian, sino del desbordamiento y la monetización excesiva de un proceso creativo, de una artesanía, a veces convertida en arte, que con frecuencia desemboca en los ámbitos poco claros del espectáculo y el dinero.
Ocurre que buena parte de este espectáculo y su deificación proceden del ámbito de la anglosfera, de quienes fueron denominados hace años 'los bárbaros del norte', ahítos de tecnologías y algo escasos de humanismo, cultura y tradiciones (admito que toda generalización corre el riesgo, como en este caso, de no abarcar toda la verdad).
Como muestra de lo anterior, triunfa estos días el programa televisivo 'Master Chef' (dos barbarismos, inglés y francés; quizá parece cutre y ofensivo hablar de cocineros). Que me parece interesante para difundir el arte culinario: en su estela surgen academias, encuentros, jornadas para iniciar a los niños en los fogones. Sin embargo, 'Master Chef' utiliza el señuelo de la cocina para promover una ceremonia de carácter lejanamente militar ('Sí, chef', 'A la orden, Chef'), con premios y castigos, expulsiones tajantes, juicios rigurosos e inapelables y exámenes ante la trinidad de célebres cocineros del tribunal, rivalidades cuyo premio es sumarse a las hordas de héroes efímeros que alimentan la sociedad del espectáculo. Los triunfadores disfrutarán la gloria mediática, escribirán libros de cocina, seguirán generando, como en un bucle, nuevos programas de televisión. A algunos, la fama les deparará una calle en su pueblo, que el alcalde rotulará con el aplauso de los vecinos, felices de formar parte, siquiera como comparsas, del inmenso tinglado de las pantallas y las redes.
Los derrotados, los que no triunfan, vueltos al anonimato, rumiarán sus días de vino y rosas y alimentarán el ejército de 'juguetes rotos', en expresión del cineasta Manuel Summers, que jalonan la vida del espectáculo con sus héroes caídos.
Como este entretenimiento es una representación televisiva, son visibles sus recursos: las rivalidades, los lloros para encoger el corazón de la audiencia, algún episodio de histeria incontrolada, alguna rebelión (pocas), los rifirrafes entre competidores, las prisas, las decepciones, las alegrías ante el triunfo...
Entiendo la cocina como un ejercicio de sabiduría ancestral, amor, conocimiento, paciencia y dominio de una pequeña química de combinación de sabores y texturas. No comprendo cómo esa sabia y placentera combinación se ha transformado en competición, aceleramiento, angustia y lágrimas.
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