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No desvelo ningún secreto si digo que en numerosos comportamientos sociales sigue enquistado un antiquísimo componente de minusvaloración, desprecio o proscripción de la figura femenina, ... una actitud que intenta ser compensada con ciertas estimaciones positivas de carácter religioso, social o costumbrista: las canciones populares suelen alabar a la amada, una mujer es la Madre de Dios, la madre es la figura intocable que no debe mancharse con intenciones ofensivas...
El asunto es viejo. El 'Génesis' considera a Eva como una tentación del buen Adán, que fue hecho de barro, mientras que ella fue creada de una costilla de su compañero. Desde entonces se prolonga una tradición ininterrumpida de misoginia y vituperio contra las mujeres que atraviesa la sociedad y se refleja en los comportamientos, así como en la literatura y otras artes hasta hoy. Como tema literario nos lo explicaba en la universidad el recordado don Mariano Baquero enfocándolo en autores medievales como el Arcipreste de Talavera y su obra el 'Corbacho'.
Y así seguimos. Habría bastado sustituir el adverbio 'detrás' por 'junto a', 'al lado de' o, incluso, 'delante', para que la frase pretendidamente lisonjera 'detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer' fuese acertada. Sin embargo, continúa usándose este vituperio con hechuras de elogio, que, so pretexto de valorar a la mujer, en realidad insiste en su sempiterna subordinación. Y seguimos oyéndola en numerosos discursos públicos cuando a un prócer se le otorga cualquier distinción. A propósito de tan equívoca frase, el inolvidable Eduardo Galeano afirmaba que situar a la esposa detrás del marido tenía el efecto perverso de reducirla a la condición de silla.
Al final de una cena entre parejas, alguien dijo a la hora de pagar: «Tocamos a treinta euros por barba». Frases como esta no son, evidentemente, signos de maldad o desprecio ni tienen voluntad expresa de ofender, pero revelan la existencia de comportamientos incrustados hondamente en los hábitos sociales y en la lengua que hablamos, modos que perpetúan la sinrazón de que la mujer debe ser tutelada por el marido o compañero porque se la considera un ser desamparado y, por tanto, necesitado de ayuda y protección.
Años atrás, conduje automóviles que, tras el panel para tapar el sol de cara, situado junto al del conductor, llevaban un espejito para que la mujer retocara su maquillaje. Algo tan aparentemente nimio presuponía una serie de realidades firmemente asentadas: la mujer no conducía, iba siempre de acompañante; era cosa mujeril la preocupación por la belleza, por lo que debía aparecer siempre en 'perfecto estado de revista', es decir, convenientemente maquillada para agradar a los demás; el varón no necesitaba peinarse o arreglarse, su condición masculina era suficiente para habitar el espacio público; el manejo de máquinas como el coche era 'cosa de hombres', como también beber el coñac Soberano, cuya publicidad exhibía esa frase rancia y machista. Antes de terminar este artículo, he comprobado que, en mi coche actual, también dispongo de espejo para comprobar si voy despeinado o sin afeitar. Algo hemos avanzado.
No pierdan la ocasión de pasar junto al patio de un colegio durante el recreo. Verán que el espacio mayoritario está siempre ocupado por niños que juegan interminables partidos de fútbol. Las niñas andan dispersas y difuminadas por los exiguos rincones que les dejan libres los futbolistas. Ellas organizan también juegos que necesitarían un suelo firme y amplitud para moverse: la comba, la rayuela e incluso, últimamente, el fútbol. Pero quedan excluidas de ese lugar preferente por su condición femenina.
Las mujeres que comparten en las entidades financieras una cuenta con esposos o compañeros habrán comprobado que cualquier aviso, oferta de inversión o llamada llega siempre dirigida al 'hombre de la casa'. Es la costumbre, porque los algoritmos que rigen estas operaciones están diseñados por varones del ámbito norteamericano o británico –países punteros en las tecnologías– y arrastran los prejuicios ancestrales que ocupan bastantes mentes masculinas respecto de las mujeres. Y diré más: varones blancos, anglosajones y casi con seguridad protestantes, lo que demuestra la vigencia del acrónimo que resume, para algunos, el ideal de la sociedad estadounidense perfecta: 'wasp' (white, anglosaxon, protestant). Es decir, ni negros ni mujeres. De hecho, entre quienes dirigen el cotarro de la comunicación digital: Bezos, Gates, Jobs, Musk, Zuckerberg no hay mujeres ni afroamericanos. En los bares, en fin, la cuenta se la presentan siempre al varón, y si en un grupo se piden bebidas gaseosas junto a vino o cerveza, los refrescos se los adjudican invariablemente a las mujeres, aunque hayan pedido una copa de coñac.
Todo lo anterior son pecados veniales del patriarcado, porque los mortales pueden leerse a diario en las páginas de sucesos de los periódicos. Una situación que se regularizará el día en que no sea necesario escribir artículos como este.
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