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He escrito en varias ocasiones sobre el abandono de la costumbre de escribir cartas, esa antiquísima forma de comunicación. Como en los últimos tiempos este ... abandono se ha convertido en clamoroso, vuelvo a incidir en él para señalar que todo quebranto que afecta a costumbres, tradiciones, oficios y, en este caso, a la comunicación, trae consigo la irreparable desaparición de numerosas habilidades y disposiciones anímicas y de relación social, además de la pérdida de un patrimonio cultural enriquecedor de la colectividad y de cada uno de sus individuos. Y lo peor, como ocurre en numerosos ámbitos de la naturaleza, es que el vacío producido en cualquier espacio tiende a llenarse inmediatamente con un nuevo elemento, no siempre igual o mejor que el preexistente.
Para empezar, la comunicación epistolar requiere destrezas y conocimientos cuya posesión sirve para emplearlos en otros muchos campos de la relación social. Las cartas exigen un cierto esfuerzo intelectual para expresar con fidelidad ideas y sentimientos e intentar que perduren, quizá por aquello de que las palabras vuelan y lo escrito permanece. Por otro lado, obligan a pensar y esforzarse en el uso de la lengua (no es lo mismo una carta a un amigo que otra para solicitar trabajo). La exigencia de poner por escrito el pensamiento obliga a usar la lengua con precisión y sin descuidos. Y, aunque sean habilidades mínimas, nos exigen saber tratar a los destinatarios correctamente, pues no todos somos colegas, familiares o Administración, incluso el pequeño esfuerzo de pensar la fecha y no dejar que el ordenador o el móvil escriban por nosotros la datación temporal y el lugar desde el que se expide lo escrito.
La desaparición de las cartas arrastra hacia la nada el género epistolar, que tan excelentes muestras ha dado a lo largo de la literatura, la religión y el pensamiento filosófico, desde las 'Cartas a Lucilio', de Séneca (fueron, y son, un prestigioso subgénero literario), las 'Epístolas' de San Pablo, pasando por 'El Lazarillo', que no deja de ser la extensa carta de un Lázaro maduro al amigo de su último amo, el Arcipreste de San Salvador, en Toledo, hasta llegar a las 'Cartas a un joven poeta', de Rilke, entre otras muchísimas muestras. La relación de los epistolarios entre personajes célebres de la historia, la ciencia y el arte sería interminable.
Tanto en sus variantes cultas como en las populares de carácter familiar, la carta permite bucear en el mundo interior de dos corresponsales, y no solo poseen interés por la altura intelectual o social de quienes las escriben, sino que, cuando se trata de ciudadanos corrientes, son testimonio de la vida cotidiana de una sociedad. En este caso, las cartas entre novios, a padres, familiares o allegados, las dirigidas al director en los diarios, incluso las de carácter económico y administrativo, constituyen valiosas muestras de costumbres, ritos, modos de pensar, datos de la intrahistoria de personas y lugares, además de evidenciar las relaciones entre coetáneos.
Las misivas adelgazaron su entidad cuando los viajes personales pasaron a resumirse en las postales, que se acompañaban con fotos e imágenes de los lugares visitados. Fue aquél un modo de reducir la visión del mundo con el subterfugio de acompañar las escasas palabras con una imagen. Sospecho que hoy ya casi no se envían postales. En cambio, ha proliferado 'ad infinitum' y 'ad nauseam' como sustitución de las cartas el número de los 'emails', esos insulsos mensajes que resuelven una prisa, sirven de aviso momentáneo e información apresurada, pero carecen de la hondura y expresividad que puede ofrecer una misiva. Ofrecen la perspectiva de haber resuelto un acto de comunicación, pero nos engañan sobre la hondura de lo que podríamos haber expresado. Ese salto de lo esencial a lo banal repercute en una estrechez del pensamiento, algo que conviene al Sistema, que busca ciudadanos carentes de reflexión, pensamiento elaborado y propio, a la vez que propicia un vaciamiento de la historia en favor del presente. Antes que las postales, los telegramas eliminaron la retórica, los matices en la comunicación porque se expresaban, como hoy se diría, en titulares.
Viajes al pasado como éste no significan, al menos en mi caso, una añoranza desfasada de lo que fue ni el deseo de una vuelta a modos pretéritos: cada época tiene sus propios valores y sus modos de acción y de pensamiento, pero pienso que abandonarlos alegre y totalmente, sustituyéndolos por otros que no los mejoran en todos sus aspectos, es una actitud, cuando menos, de riesgo. Corremos el peligro de perder riqueza de pensamiento, capacidad de reflexión sobre nosotros, los demás y el mundo del entorno. En este sentido, abogo por una convivencia que mantenga la profundidad de lo antiguo aliada con la rapidez y efectividad de lo presente.
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