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Nada más finalizar su intervención en el Polideportivo de Magariños el pasado domingo, se convirtió en la principal noticia en todos los medios de comunicación. ... Hacía tiempo que las palabras de un representante político no adquirían una repercusión social y mediática tan poderosa como las pronunciadas por Yolanda Díaz en el acto de presentación de su candidatura a la presidencia del Gobierno en las próximas elecciones generales. El momento culminante de dicho evento –aquel en el que, espoleada por el fervor de los asistentes, afirmaba: «Quiero ser la primera presidenta del país»– se convirtió en la frase más reproducida de los últimos tiempos proveniente de la esfera política. Diríase, incluso, que este desiderátum adquirió un componente místico tanto para los medios de comunicación de izquierdas como para los de derechas. En un contexto en el que las palabras de los políticos resultan previsibles, planas, vaciadas de cualquier componente de liderazgo, esta aseveración de Yolanda Díaz resonó con una esfuerza especial, desacostumbrada, capaz de penetrar en el adormecido tejido social. En realidad, no había, desde el punto de vista semántico, nada en esta frase que la distinguiera de la voluntad expresada por el resto de líderes políticos –alcanzar la presidencia del Gobierno–. Y, sin embargo, salida de la boca de la política gallega, lograba un efecto casi epifánico, un estatus de revelación. Lo evidente y esperado se convirtió, de súbito, en sorprendente. Aquello que distingue a los auténticos líderes políticos no es tanto la novedad de sus ideas cuanto la capacidad para que lo mismo de siempre suene como una primera vez. En el logro de este hecho no solo concurre la convicción, sino también el carisma y la legitimidad ganada a lo largo del tiempo. Hay políticos que trituran las palabras y otros que las construyen. Y Yolanda Díaz es, indudablemente, del segundo tipo.
El caso de la cabeza visible de Sumar es ciertamente insólito en el actual contexto político. En primer lugar, la acción de gobierno no solo no lo ha desgastado, sino que la ha descubierto y consolidado para gran parte de la sociedad. En segundo, en un momento en el que la política genera una creciente desafección social y la gente vota mayoritariamente para frenar al contrario, Yolanda Díaz concita afectos y simpatías –incluso en aquellos que jamás la votarán y que le reconocen ser la mejor de los que forman parte del Gobierno–. En medio de la mediocridad y del ruido ambiente reinantes, su voz siempre se escucha. Pero –y es este el tercer y más sorprendente de los atributos que la adornan–, teniendo una ideología tan marcada y que se situaría a la izquierda del PSOE, ha conseguido labrase un aura de moderada. La importancia de este último punto es crucial. Con frecuencia, el concepto de moderación es entendido en los términos de un desestimiento de la parte más reivindicativa y conflictiva de los principios esenciales. Moderado es aquel que adecúa sus ideas al status quo imperante, de manera que su pensamiento pierde su potencial fuerza transformadora. Pero, en el caso de Yolanda Díaz, esto no sucede así. Su capacidad para alcanzar acuerdos y para mejorar las condiciones de los trabajadores ha ido a la par, sin necesidad de renunciar o pervertir la una o la otra. El perfil moderado que se le reconoce lo ha ido construyendo precisamente mediante una excelente gestión de su activismo: en lugar de arrojar sus ideas y argumentos a la cara de los demás e identificar a enemigos por doquier, ha preferido realizar una política inclusiva –entendiendo por 'inclusión' una actitud empática que erosionaba los antagonismos hasta integrarlos en una misma corriente de progreso–. Cuando los dos grandes partidos –PSOE y PP– se afanan por conquistar el centro ideológico –a sabiendas de que en este espacio liminal se encuentra el caladero de votos decisivo que puede inclinar la balanza hacia uno u otro lado–, Yolanda Díaz ha priorizado el concepto de 'transversalidad' al de 'centrismo'.
En efecto, la diferencia entre 'centro' y 'transversal' no es ni mucho pequeña o consecuencia de una pirueta intelectual. El centro ideológico implica, en lo que respecta a los dos grandes partidos, un desplazamiento desde las posiciones identitarias a zonas templadas en las que el discurso se suaviza para no resultar tan agresivo y excluyente. La transversalidad, por su parte, conlleva una extensión del propio argumentario con el objetivo de incluir un espectro que tradicionalmente quedaba extramuros. En el primer caso, los principios se depauperizan hasta quedar en numerosas ocasiones pervertidos; en el segundo, se les reviste del suficiente atractivo para que un amplio espectro de la población les pierda miedo. Llama, en este sentido, la atención el hecho de que las diferentes formaciones políticas que han apoyado el proyecto Sumar pertenezcan a lo que tradicionalmente se considera como extrema izquierda, y, sin embargo, su líder, Yolanda Díaz, empiece a ser temida por su capacidad para atraer votos tanto de la socialdemocracia como e, incluso, del centro-derecha. La vocación transversal que, en un principio, quisieron conferir algunos de sus fundadores –he ahí el caso de Íñigo Errejón– a Podemos, y que finalmente se vio frustrada por la hegemonía de las tesis de Pablo Iglesias, es precisamente lo que ha recuperado y potenciado Sumar sin necesidad de renunciar a sus reivindicaciones fundamentales. De ahí que, a día de hoy, la capacidad de crecimiento de Yolanda Díaz resulte imprevisible, y que represente el elemento de mayor incertidumbre de cara a las próximas elecciones generales.
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