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Durante las últimas semanas, hemos conocido las condiciones que impone Vox al PP para concederle su apoyo a los presupuestos de la Región de Murcia ... de 2025. La primera exigencia que se puso sobre la mesa fue la retirada de subvenciones a la patronal Croem, los sindicatos y los partidos políticos. Días después vino la retirada de la ley LGTBI, a cuyo colectivo la ultraderecha considera nada más y nada menos que un 'lobby'. En lo atinente a esta última demanda, el PP ha manifestado su negativa a desactivar dicha ley –no sabemos si por un convencimiento real o porque, de acceder a ello, le daría munición pesada a una izquierda perdida en el laberinto de sus propias contradicciones–. En cambio, en lo que respecta a las subvenciones a patronal, sindicatos y partidos políticos, el PP ha confirmado que, de acuerdo a lo acordado, ejecutará los recortes en las partidas destinados a ellos. De cumplirse esta medida, estoy convencido de que las calles no se inundarán de ciudadanos –más allá de los directamente afectados–, reclamando una rectificación inmediata. La desafección por todas las estructuras de representación es, en el actual momento, muy grande y muy profunda en España. La ciudadanía funciona mediante fórmulas maximalistas y fáciles del tipo de 'todos los políticos son iguales', 'los sindicalistas son unos vividores que no han dado un palo al agua en su vida', y 'los empresarios bastante forrados están'. Este es el nivel medio. Y, a tenor del contexto presente, puede resultar hasta comprensible la indignación de los ciudadanos con respecto a aquellos que los representan. Pero lo que está detrás de la fijación de Vox con patronal, sindicatos y partidos políticos no es un simple cabreo o momento de indignación, sino una estrategia de mucho mayor alcance y, desde luego, más peligrosa que las frases de barra de bar. Aquello que pretende la extrema derecha es la destrucción de toda la estructura institucional de representación. ¿Por qué? Porque, mientras exista, esta funcionará como instrumento de regulación de derechos y –lo que es tanto peor para las aspiraciones de los ultras– de limitación para sus excesos autoritarios. Vox necesita de la descapitalización de las estructuras representativas para que, en su debilidad, dejen de funcionar como garantes robustos de la democracia. Todo lo que para la ultraderecha no sea un 'ordeno y mando' es considerado como un chiringuito, materia sobrante y grasienta que lo único que hace es molestar.
Nos encontramos, además, en una coyuntura extremadamente delicada en la que los delirios de la extrema derecha han encontrado una oportunidad de materialización: el ejemplo de Trump ha convertido cada día del año en la celebración de un 'orgullo facha', en el que expresar todo el vocabulario y simbología propios de los totalitarismos del siglo XX. El saludo nazi que, la pasada semana, realizó Steve Bannon –uno de los principales ideólogos del trumpismo– es un claro ejemplo de este empoderamiento y ocupación del espacio público de las ideologías ultras, violentas, y genocidas. Allí estaba Santiago Abascal –cómo no–, quien, como titulaba el diario 'El Mundo', «ata el futuro de Vox a Trump y abandera en Washington sus ataques a Europa». El líder de Vox es el mayor traidor a España y a nuestras raíces europeas que ha parido este país en el último medio siglo. Su fanatismo está por encima de cualquier patriotismo. España nunca ha sido su verdadera vocación –la cual hay que localizarla en la pulsión por destruir nuestro sistema democrático–. Recuerdo que, cuando estudiaba la carrera, le pregunté a un compañero 'capillitas' que, si la Iglesia le pusiera en el brete de elegir entre ella o Dios, con quién se quedaría. Y me contestó sin pestañear: «Con la Iglesia». Abascal es de la misma calaña que este compañero: si Trump le diera a elegir entre España o él, el de Vox elegiría a Trump. El ultraderechista español ya ha sacrificado Europa sin pestañear. No dudará en hacer lo mismo con España si el anaranjado presidente norteamericano se le antoja anexionársela en su política de intemperantes 'anexiones precoces'.
Los excelentes resultados conseguidos por la ultraderecha alemana en las recientes elecciones celebradas en aquel país constituyen otro factor de envalentonamiento para los ultras al sur de los Pirineos. Si en la cuna del nazismo, los herederos de la ideología más mortífera de la historia consiguen uno de cada cinco votos emitidos, ¿por qué no hacerlo en España? El franquismo ya no reclama con timidez, con discursos ambiguos que dan a entender pero sin explicitar. No, ya no. Ahora, criticar el franquismo se ha convertido en un tabú ya no solo entre los más ultras, sino entre la extensa clase conservadora española. Ser antifranquista se ha transformado en un síntoma de ser mal español. No podemos caer más bajo. Y el problema es que la crisis de identidad de la izquierda actual la está incapacitando para servir de contrapeso al resurgir de los fascismos. El mantra «¡Que vienen los fachas!» ya no funciona y, por ende, no es fácil que les proporcione muchos más votos. Sin una izquierda fuerte, centrada, intelectualmente lúcida, las instituciones democráticas quedan al albur de la voracidad de los leones. El hundimiento histórico de la socialdemocracia alemana es otro síntoma más de cómo se las están poniendo a los ultras del mundo entero: mejor que a Fernando VII. Los que consideraban que la ultraderecha era un 'soufflé' estaban muy equivocados. Pero mucho.
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