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Hoy toca votar, a pesar de todo, contra el propio estado de ánimo. Durante estos últimos días he hablado con varias personas que, desde que ... tienen derecho a voto, lo habían ejercido convocatoria tras convocatoria, y que, sin embargo, ahora, han decidido abstenerse. Nada les convence, nadie les aporta ese mínimo de credibilidad necesario para ser depositario de su confianza. Los entiendo. Si en estas elecciones uno esperara a ser conmovido, ilusionado o, en su defecto, algo intrigado por el discurso de alguno de los candidatos, probablemente hoy se pondría un maratón de alguna serie de Netflix y no saldría de su casa. La campaña electoral, lejos de movilizar, ha traído un frío glacial. Estas dos semanas han dibujado un perfil plano, soporífero, en el que las altas cotas de previsibilidad esperadas han sido superadas por discursos automatizados y que han llegado al momento decisivo ya viejos, cubiertos por una espesa capa de polvo. Por si no tuviéramos ya demasiadas pruebas de esta glaciación, llegó el debate entre los candidatos a la presidencia de la Comunidad Autónoma y el espectáculo fue bochornoso. En primer lugar, porque la excepcionalidad mediocre en la que vive instalada la política regional impidió finalizar el único debate organizado -otra vez este rincón surestino dando la nota en el contexto nacional-. Y, en segundo, porque, conforme se pronunciaban los diferentes candidatos, más te deprimías y te sumías en la desesperanza. Los trucos de 'coaching' de López Miras mirando a la cámara o haciéndonos creer que, como «amo de casa», conocía el precio de la botella de aceite, quedarán para la historia melancólica de esta Región. Pero lo triste es que, siendo la de López Miras una credibilidad que marca bajo cero, no desentonaba con la de los demás, que, por momentos, convirtieron al candidato del PP en un hábil comunicador -manda narices-.
Sí, reconozco que votar hoy constituye un ejercicio de voluntarismo democrático y que, por desgracia, se depositará la papeleta en la urna a contrapelo, sin pasión, como quien no rompe su rutina por una irracional superstición. Pero, como indicaba al comienzo de este artículo, hay que votar a pesar de todo. Paradójicamente, este estado de apatía generalizada coincide con uno de los periodos más convulsos y peligrosos de la política nacional y regional. El caldo de cultivo de los procesos de erosión de la democracia es precisamente ese: auge de los discursos populistas, de un lado, y desmovilización, por otro. Una combinación explosiva. Y, puesto que ningún candidato nos convence lo suficiente como para convertirlo en referente indiscutible de nuestras ansias de cambio, queda la autogestión de objetivos de la sociedad -esto es: identificar cuáles son los principales riesgos que corremos e intentar evitarlos-.
Vale la pena votar para que el negacionismo ultra y los que están dispuestos a pactar con él no conviertan el Mar Menor en un vertedero de nitratos. Vale la pena votar para que el racismo, la xenofobia y el supremacismo no se instalen en las instituciones y los discursos de odio no dispongan de un escaño y de un sueldo de 3.000 euros al mes. Vale la pena votar para que los bancos no expriman a los ciudadanos y sus ganancias obscenas no sean nuestras pérdidas dramáticas. Vale la pena votar para que nuestros hijos e hijas tengan la mejor educación posible en diversidad y el 'pin parental' deje de ser ese yugo que le quiere poner a la escuela «la gente de la hierba mala». Vale la pena votar para que las políticas de igualdad sigan desarrollándose y el feminismo no vuelva a las catacumbas de la sociedad. Vale la pena votar para que el franquismo no se convierta en una opción de presente y en una unidad de destino para la patria. Vale la pena votar para que el transfuguismo no se vuelva a apoderar nunca más de nuestras instituciones. Vale la pena votar para que los mejores no sean purgados sistemáticamente de la política y los partidos comprendan, de una vez por todas, que la independencia de pensamiento suma, y la compra de almas resta. Vale la pena votar para propiciar una saludable alternancia -sea de las siglas que sea- y acabar con las monarquías electas. Vale la pena votar para luchar sin ambages contra el cambio climático y que nuestros hijos y nietos no mueran envenenados por nuestras comodidades. Vale la pena votar para acabar contra cualquier forma de maltrato animal -lúdica o industrial-. Vale la pena votar para que la cultura deje de ser la eterna demanda. Vale la pena votar para echar a todos los profesionales de la política, supervivientes del sueldo a dedo que atravesarán la vida habiendo conocido mil amos y ningún criterio propio. Vale la pena votar.
Y si nadie nos ilusiona, si ninguna sigla provoca nuestro voto en positivo, al menos sepamos lo que no queremos y, aunque sea por el triste juego del descarte, quedémonos con lo que mejor puede encauzar nuestras expectativas en estos tiempos de urgencia. Por unas horas, soñemos que algo puede cambiar y que otra Región es posible. Mañana ya si eso tendremos tiempo para autogestionar la decepción, algo en lo que, por otro lado, somos expertos.
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