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Pensemos en España de verdad, llegando hasta el tuétano de su tejido social. Si lo hacemos, comprobaremos que el gran problema que tiene nuestro país ... no es el concierto catalán, la salida de la cárcel de los asesinos de ETA, la corrupción generalizada entre los partidos políticos, la vida amorosa del emérito, ni siquiera la guerra por el agua. Todas estas, en efecto, son cuestiones candentes, que levantan ampollas en unos y otros lados –según al asunto y el color de las siglas– y que urge responder por la buena salud de nuestra convivencia. Pero, con ser todas importantes, ninguna de ellas tiene un poder desestabilizador tan importante como para poner en peligro nuestra democracia. Provocan crispación, sí, pero sin llegar a un extremo de descontrol que nos lleve a traspasar un punto de no retorno y se ponga en riesgo el régimen constitucional.
Ahora bien, la cuestión verdaderamente mollar y urgente, aquella a la que hasta el momento no se le ha otorgado la trascendencia que realmente tiene... es la de la vivienda. O las formaciones políticas se toman el problema de la vivienda con la seriedad que merece o, en un plazo medio de tiempo, la ola de frustración que se está generando va a arrasar con todo y con todos. El otro día escuchaba a un tertuliano, en Onda Cero, realizar una reflexión tan cristalina como lúcida: la gran promesa de la democracia fue que los hijos siempre vivirían mejor que sus padres. Y, bien, hemos llegado a un punto en la evolución social en el que las nuevas generaciones saben a ciencia cierta que no solo no van a vivir mejor que sus progenitores, sino que lo harán mucho peor. La traducción que esta circunstancia posee en estos jóvenes es que el proyecto democrático ya no sirve porque les impide construir un proyecto de vida. Según un informe de Funcas, la edad media de emancipación de los españoles ronda ya los 34 años. Y la razón de ello es la imposibilidad de las nuevas generaciones de acceder a una vivienda. Los salarios menguan –poco más de 1.000 € de media– y los gastos de alquiler y mantenimiento del hogar no paran de crecer –hasta los 1.200 €–. Según el referido informe de Funcas, cada año se necesitarían un total de 200.000 nuevas viviendas para satisfacer la demanda existente; sin embargo, solo salen al mercado la mitad, por lo que el déficit acumulado resulta por completo insoportable. A tenor de estos datos, de aquí a 2030 se necesitarían un total de 600.000 viviendas más de las previstas para rebajar las tensiones del mercado –el estudio recién publicado del Banco de España lo reduce a 500.000–. Y lo que es peor: las primeras promociones de vivienda pública anunciadas por el Gobierno no estarán disponibles hasta 2030. ¿Qué haremos hasta entonces?
El único alivio que se ve en el largo plazo se debe precisamente a las razones que, por otro lado, condenan el futuro y la sostenibilidad de nuestra economía: el envejecimiento de la población. Se estima que, hacia 2035, el número de nuevas viviendas requeridas por año se habrá reducido al entorno de las 130.000. Desde luego, no podemos esperar una década a que la demografía medio solucione lo que la ineptitud política no ha conseguido. La ceguera de nuestros representantes políticos, su supina e intolerable mediocridad, les impide ver que, ahora mismo, lo que toca es dedicar la mayor parte de sus esfuerzos a aliviar el problema de la vivienda. Y que, más allá de ideologías y de enconamientos personales, la única política de éxito será aquella que garantice una vivienda a cada persona y familia. Así que no queda otra que llegar a un gran acuerdo de Estado entre todas las formaciones políticas para comenzar a suministrar soluciones de verdad y no anuncios que se queman en forma de titulares en una hora.
La imposibilidad para acceder a una vivienda está en el centro del proceso del descrédito imparable de la democracia. A quien no pueda alquilar o comprar una casa en la que asentar un proyecto de vida le importa un bledo el Estado de derecho: votará a aquellos que tomen el camino más corto y que le vendan el discurso cargado más de odio contra los causantes de su situación. Si se quiere luchar contra los populismos que crecen y crecen en medio mundo y, también, en España, dejémonos de gilipolleces y pongámonos a trabajar de verdad en solucionar el problema de la vivienda. Desde luego, este no se va a solucionar con partidas de 200 millones de euros para los bonos de alquiler ni tampoco con las promesas en el Congreso de que se van a construir 300.000 viviendas. Tampoco se halla la solución en el sabotaje de las autonomías gobernadas del PP a cualquier iniciativa activada por el Gobierno central. Unos y otros se acusan de estar en el camino incorrecto y, mientras tanto, millones de españoles incuban una indignación que, tarde o temprano, acabará en insurrección social. Y lo que venga ya no será del tipo de un 15M que, pacífica y estéticamente, ocupara plazas y espacios públicos. Lo que llegará será el resultado de la auténtica desesperación, de esa que surge de la normalización de la pobreza y que se potencia con la contemplación de la incompetencia milenaria de nuestros políticos. No es mi pretensión recurrir a la hipérbole. Ojalá no se palpara en el ambiente una proyección tan distópica. Pero vamos de cabeza a una situación social insostenible que, de no tomar medidas ya, acabará con nuestro actual sistema de convivencia.
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