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Nos imaginábamos lo peor; pero lo peor se ha quedado corto. Lleva menos de un mes en el cargo y Trump ya demuestra no tener ... límites ni referentes. Hasta el más osado de los autócratas ha mantenido cierto respeto por el orden geopolítico, ajustándose a ciertos equilibrios que mantienen al mundo todavía en el día anterior de la catástrofe. Sin embargo, Trump no contempla reglas algunas que respetar. De hecho, el mayor peligro que entraña este individuo es que parece haberse sustraído a cualquier relato histórico y actúa sin contexto ni restricciones. Pienso en Trump y me viene a la cabeza el concepto de 'evento' desarrollado por Alain Baidou, para el que esta idea conllevaba una ruptura radical con cualquier narrativa anterior y fundaba, por ende, un origen absoluto. Trump actúa como si antes que él no hubiera existido nada. La historia comienza con su mandato presidencial y –si no cambian mucho las cosas– puede que también finalice con él.
La ausencia de genealogía de sus actos –la política exterior desembridada que practica– ha cogido con el pie cambiado a los enemigos naturales de Estados Unidos: Rusia, China, Irán... La anexión del Canal de Panamá sucederá tarde o temprano; Dinamarca está dispuesta a ceder parte de Groenlandia; su pretensión de convertir Gaza en un macroresort se ha resuelto por ahora en ¡manifestaciones! convocadas por Hamás y en fruncidas de ceño de Egipto y Jordania; y el acuerdo de 'paz' que va a cerrar con Putin ha tenido como respuesta la resignación de un Zelenski vendido y la queja sorda y para sus adentros de una Unión Europea cuya irrelevancia y patetismo dejan por los suelos la historia cultural del viejo continente. En otros tiempos, y con cualquier otro presidente de los Estados Unidos al mando, una sola de estas injerencias en el orden internacional hubiera supuesto la activación del arsenal nuclear y una crisis sin precedentes. En cambio, durante el último mes, la concatenación de todos estos excesos se ha producido en un marco de sorprendente aquiescencia por parte del resto de potencias mundiales. Parece como si el funambulista que camina con extremo cuidado por la cuerda no hubiera podido reaccionar todavía ante las pisadas agresivas y desbaratadas de quien, por más que ponga pie en el abismo, no se cae. Trump los tiene a todos acojonados. Y así sucede porque sus acciones están fuera de la lógica y de la tradición internacional, no atienden al diálogo de la diplomacia –en rigor, no atienden a ningún tipo de diálogo– y se rigen por los parámetros de lo que Austin denominaba «frases performativas» –esto es: aquellas en las que decir es hacer–.
El colegueo que Trump está demostrando con Putin –y que ha dejado vendida a Ucrania y, por extensión, a Europa– es la demostración fidedigna de que los totalitarismos no se rigen por ideologías y, en consecuencia, son polos que se atraen entre sí. Los embutidos intelectuales que todavía creen en la existencia de 'totalitarismos de izquierdas' y 'totalitarismos de derechas', y que, en función de su orientación ideológica tienden a ser más complacientes con unos que con otros, constituyen el fertilizante que nutre el suelo del que han brotado personajes como Trump o Putin. Los totalitarismos son todos iguales y se guían por una convicción común: la erosión de la democracia hasta que esta deje de ser un puñetero sistema garante de derechos y libertades. Trump no reconoce más autoridad que la suya propia, y juega con los pueblos y los seres humanos como si fueran soldados de plásticos de un juego infantil. La solución que le va a conceder a Putin en Ucrania constituye uno de los mayores actos de vileza que se recuerden en la historia. Quienes todavía defienden a Trump porque ha sido votado por millones de ciudadanos de unas de las democracias más antiguas del mundo no advierten que, entre Zelenski –o cualquier otro demócrata– y Putin, el autócrata norteamericano siempre va a elegir a Putin. El hecho de que considere que las fronteras de Ucrania no pueden ser las mismas que las de antes de la invasión rusa pone de manifiesto que el modelo imperialista del ruso es el que verdaderamente le place. No en vano, lo mismo que Putin ha hecho con Ucrania es lo que Trump pretende perpetrar con el Canal de Panamá, Groenlandia o Gaza. Para él, el mundo es una despensa de la que puede coger lo que le salga de los huevos, y sin pedir permiso a sus legítimos propietarios.
Todos los enemigos de la democracia y de la alteridad aman a Trump. Muchos de sus aprendices de dictador –los a sí mismos denominados 'patriots'– se reunieron el pasado sábado en Madrid con el intento de provocar una fisión de testosterona. La foto de grupo de los patriotas no tenía desperdicio: trajes ajustados, pechos a punto de estallar, brazos estirados para subrayar bíceps, y las piernas separadas –a lo John Wayne– para marcar paquete. Esta 'política del falo' es la nueva estrella del norte que parecen seguir mayoritariamente nuestros jóvenes. La virilidad rezuma por los alcantarillados de nuestras calles mientras un ectoplasma gigante de Donald Trump avanza entre ellas, aplastando todo aquello que se cruza en su camino. El problema es que, en este caso, no habrá cazafantasmas que nos libren de la gran destrucción ni un héroe negro –porque el tirano de pelo rubio ha decretado el final de la diversidad– que, al final de la película, diga: «Amo Nueva York». Estamos jodidos.
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