¿Nos tomamos en serio a la ultraderecha?
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El paroxismo con el que sus adversarios han demonizado a Pedro Sánchez ha llevado a que todo lo que implica un ataque a su figura ... sea contemplado como bueno o, en su defecto, como una oportunidad disculpar a sus 'haters' por más ultras y antidemocráticos que sean. Conozco a personas con una trayectoria moderada que, entre el actual Gobierno y Vox, se quedan con los de Abascal 'aunque' no comulguen con sus ideas. Consideran que cualquier cosa es mejor que este Gobierno social-comunista, el cual solo persigue dar un golpe de Estado para perpetuar a Sánchez como líder supremo. El odio desbordado al secretario general del PSOE está provocando que el mayor riesgo que acecha ahora mismo a las democracias liberales de todo el mundo –el auge del populismo de ultraderecha– se esté normalizando como un problema secundario o menor comparado con la urgencia de expulsar al líder socialista de La Moncloa. La derecha tradicional –es decir, el PP– le perdona todas sus barrabasadas neofranquistas a Vox porque, en realidad, este partido ultra verbaliza todo lo que los de Feijóo se reprimen por decoro.
El 'caso Milei' ha vuelto a poner de manifiesto cómo, para una gran parte de la población española, la violencia populista puede llegar a convertirse en una suerte de 'tonto útil' con tal de atizar al muñeco de Pedro Sánchez. Poniéndonos en precedentes, hay que reconocer que quien primero la jodió fue Óscar Puente, insinuando el consumo de estupefacientes por parte de Milei. La incontinencia de este ministro le hizo caer en todo aquello por lo que Pedro Sánchez había abierto un periodo de reflexión pocos días antes: en el fango y la insidia. Que Óscar Puente no haya sido cesado a estas alturas de la película constituye un punto de debilidad y de contradicción para Sánchez, al que siempre van a recurrir los que quieran impugnar su 'giro ético'.
Es de suponer que, a resultas de esta cagada monumental, el ya de por sí desbocado Javier Milei llegó a España con los ánimos ultras y la boca encendida. Invitado por Vox, y en una de las jornadas más nefastas y distópicas que ha vivido la democracia española, el dirigente argentino disparó con artillería pesada a todo y a todos. Arremetió contra la base de cualquier democracia –la justicia social–, a la que calificó como «aberrante». Los aplausos encendidos de los asistentes –partidarios de Vox– evidenciaron con meridiana claridad el pensamiento de los socios de gobierno del PP en comunidades autónomas y ayuntamientos: ¿es este el espíritu moderado que defiende Feijóo y que pretende que sea la alternativa al actual Ejecutivo? ¿Qué un partido asuma la aberración de la justicia social –lo cual equivale a decir algo así como que se mueran los débiles– no es motivo más que suficiente para romper cualquier colación de gobierno y convertirlo en una línea roja intraspasable? Parece que no, visto el silencio cómplice de los de Génova.
Pero Milei siguió, entre canción y canción, vomitando toda la bilis que llevaba dentro, y llegó a su principal objetivo: la esposa de Pedro Sánchez. La llamó «corrupta» con todas sus letras y en un tono chulesco que transparentaba la impunidad con la que sienten y hablan los supremacistas. La reacción de Sánchez no fue exagerada, como posteriormente le criticó el PP. Si alguien dice eso –y en tal tono– de mi pareja, no sé de qué modo podría responder. Lo estremecedor del paso del 'huracán Milei' por España el fin de semana pasado es que ofreció hechos tan objetivos para denunciar su actitud que sorprende que el PP no se haya mostrado firme en su denuncia. Cualquier partido que no rechace firmemente y sin 'peros' los excesos de la ultraderecha no es un partido fiable. Recordemos que Abascal –en su intento por mantener en su pico más alto el tono agresivo que presidió toda la jornada– instó a la ciudadanía a «echar a patadas a los progres del Gobierno». Tanto que se critica los acuerdos de gobernabilidad con Bildu, habría que recordar a la extrema derecha que está empleando los mismos términos de los que otrora se servía Herri Batasuna: señalar por medio de su discurso a aquellos a los que, con posterioridad, hay que aplicar una violencia más severa. El grado de tolerancia a la violencia política que se está implantando en España es muy preocupante, y solo invita al pesimismo. De alentar a «echar a patadas a los progres del Gobierno» a que un enajenado te pegue un tiro –como sucedió en Eslovaquia– no hay muchos eslabones intermedios. Por encima de las ideologías, lo que urge ante escenificaciones como estas es la consolidación y unidad de un bloque democrático que depure nuestro espacio público de cualquier conato de violencia. Que Feijóo establezca una equidistancia entre un energúmeno como Milei –un auténtico peligro para el orden mundial– y Sánchez constituye un atentado a la democracia como pocas veces hemos visto. Las discrepancias políticas se dirimen en otro plano, pero nunca en aquel en el que lo que precisamente está en juego es la integridad de nuestro régimen democrático. Reírle las gracias a un personaje como Milei solo porque le da estopa a su adversario político constituye un acto de irresponsabilidad mayúsculo que el propio PP acabará sufriendo en sus propias carnes. Es hora de tomarnos en serio el peligro que la ultraderecha supone para la integridad de las democracias liberales. Nada de lo que ella consigue es aprovechable por ninguna fuerza democrática. O nos damos cuenta de ello o nos vamos a la mierda.
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