La reflexión de/sobre Pedro Sánchez
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Es uno de esos personajes públicos cuyos partidarios y detractores se expresan desde el fanatismo más desquiciadoTranscurría la semana relativamente tranquila entre el final de las elecciones vascas y el comienzo de las catalanas cuando, de repente, el miércoles por la ... tarde saltó la bomba: Pedro Sánchez publicaba una carta a la ciudadanía en la que, a raíz de la apertura de una investigación judicial contra su mujer, se declaraba harto y dolido y se preguntaba sobre el sentido que tiene seguir en su cargo de presidente del Gobierno de España. Sánchez se daba cinco días para reflexionar sobre su futuro y decidir si continuar o dimitir al frente de sus obligaciones. Mañana lunes saldremos de dudas.
Huelga decir que la redacción de esta carta constituye un hecho insólito en la historia de nuestra democracia: sinceramente, la interpreto más como un acto de valentía que como resultado de un frío cálculo que busca sacar rédito político de alguna parte. Sánchez es uno de esos personajes públicos cuyos partidarios y detractores se expresan desde el fanatismo más desquiciado. Quizás sea esa su mayor rémora: la falta de una masa crítica más o menos objetiva y moderada que evalúe sus acciones desde posiciones alejadas de la histeria. Personalmente, nunca lo he visto como un líder que me entusiasme ni tampoco como un objeto fóbico al que disparar a discreción. Con respecto a esta declarada falta de entusiasmo, he de especificar que no hay una sola figura política en el contexto español de la que me pueda profesar un ferviente admirador: la mediocridad es el signo de nuestros tiempos y se expresa en la vida pública como nunca antes lo había hecho. Dicho de otro modo: no es que no me entusiasme Pedro Sánchez por el hecho de ser Pedro Sánchez; es que no me entusiasma ninguno de los que ahora ejerce un cargo público. El paisaje es desolador.
Pero de la misma manera que el presidente del Gobierno nunca me ha provocado orgasmos ni me ha hecho derramar lágrimas cual fans desbordadas en conciertos de los Beatles, he de reconocer que es una persona que me cae bien. Su capacidad de supervivencia sería digna de ser estudiada por Elias Canetti. En su labor al frente del Gobierno ha hecho cosas tan buenas como necesarias. Y el tiempo se las reconocerá. Por muy en desacuerdo que esté con él en ciertos aspectos de su gestión no puedo dejar de observarlo con cierta empatía. Y eso que, durante los últimos meses, me he alejado política y emocionalmente de él debido a una razón fundamental: Puigdemont. Mi mayor convicción política es luchar contra la ultraderecha. Hay que detenerla con todos los argumentos democráticos que tengamos a nuestra disposición. Criticaré hasta mi último gramo de energía a cualquier partido que pacte con ella –como he hecho tantas veces con el PP, hasta el punto de que muchos peperos que antes se paraban en la calle para saludarme, ahora me nieguen la palabra–. Y, en este sentido, no cabe olvidar nunca una cosa: Puigdemont es también extrema derecha, supremacista y tan peligrosa como Vox. Si no puedo perdonar al PP sus alianzas de gobierno con los de Abascal, tampoco puedo admitir –en la misma medida– los pactos del PSOE con Puigdemont. Tengo que ser coherente.
La carta redactada por Sánchez –más allá de las consecuencias que tenga– pone de manifiesto uno de los principales problemas que empozoñan la política española: que es un lodazal infecto, habitado por matones sin escrúpulos que buscan triturar carne indiscriminadamente. Sánchez ha reconocido estar enamorado de su mujer y, por lo tanto, la situación de linchamiento que está atravesando esta le afecta hasta el punto de pensarse dimitir. Sinceramente, si yo veo a mi pareja sufrir, habría hecho lo mismo. Me parece un acto de amor y la política está tan acostumbrada a este tipo de gestos que, inevitablemente, se han mofado de él y lo han interpretado como una mera treta victimista ingeniada por Sánchez. La misma organización Manos Limpias –impulsora de la vía penal contra Begoña Gómez– ha reconocido que las noticias en las que ha basado su denuncia contra ella podrían ser falsas. No es extraño que Sánchez se pregunte si vale la pena seguir. Ahora bien, aunque en este caso Sánchez y su esposa hayan sido víctimas de una persecución irracional, hay que recordarle al secretario general de los socialistas que ningún partido –incluido el suyo– están libres de culpa de haber participado en carnicerías y de haberse valido de bulos y difamaciones para atacar sin piedad a su adversario. Hablo por experiencia propia. Todas las formaciones políticas son culpables del clima irrespirable que vive la política española. Y si no hacen más daño no es porque no quieran, sino porque no pueden. Los partidos políticos se hallan invadidos por desoficiados cuya única forma de sobrevivir –a falta de capacidad intelectual– es destrozando al adversario. Cada trozo de carne que arrancan de sus contrincantes es visto por su auditorio de fanáticos como un trofeo que le honra. Y en esto no hay límites ni colores: si se puede matar, se mata. La ética es sustituida por la necesidad de un sueldo mensual.
El intento de Sánchez de proteger a su esposa es uno de esos gestos que te reconcilian con la actividad política. Los tontos siempre ven el amor como un síntoma de debilidad. Y la única explicación para que lo vean así es que son tontos. Sin más.
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